Relato erótico
Días inolvidables
Quería alejarse de la ciudad, ir lo más lejos posible y meditar sobre la crisis matrimonial que atravesaba. El marido de una amiga tenía un casa en una isla de otro país y creyeron que era el lugar ideal para desconectar.
Sara – Valencia
Soy una mujer casada y llevamos un largo tiempo atravesando una importante crisis en mi matrimonio. A veces llego a pensar que mi marido tiene una amante, pero aun no logro confirmarlo. Pero me entristece decir que eso poco me importa. Ante mi situación quise alejarme una corta temporada, buscando con ello aclarar mis ideas y pensar si realmente justificaba llevar una vida así. Quería tomar nuevos aires y decidir acerca de mi futuro.
Con la idea de alejarme un tiempo, decidí viajar a la zona costera. Para ello le pedí a una vieja amiga que me secundara en mi plan. Quería hacer el viaje sola, pero de habérselo expuesto así a marido, estoy segura que no me hubiera permitido hacerlo o, se ofrecería a acompañarme. Para ello le expliqué que mi amiga me había invitado, junto a otras antiguas compañeras, a una casita que su marido tenía cerca de un pueblo de pescadores, y que la intención de nuestro viaje era el de recordar nuestras experiencias escolares y revivir viejos momentos de nuestra adolescencia.
Para mi fortuna, mi marido accedió fácilmente luego de consultar con mi amiga sobre el viaje. Como parte del plan, mi amiga pasó a recogerme en su coche el día señalado de mi viaje. Me llevó al aeropuerto y me indicó como llegar. Me explicó que era un sitio ideal para mis planes de estar alejada, pues para llegar a él se requería del desplazamiento en un transporte marítimo, ya que quedaba lejano, a dos horas del puerto más próximo habitado.
Mis ideas de aislamiento temporal del mundo circundante tomaron forma desde el momento mismo que despegó el avión con destino a mi pequeña libertad. Al llegar al poblado, el calor que hacía en ese sitio avivó en mí la ilusión de poder disfrutar de mi soledad. La alegría que irradiaban los lugareños impregnó mi espíritu de nuevos aires y de nuevas ilusiones. Era un pequeño poblado, habitado en su mayoría por personas de raza negra.
Dediqué parte de la mañana a comprar elementos de aseo y víveres, teniendo en cuenta que mi amiga me advirtió que la casita quedaba alejada de cualquier poblado habitado y me recalcó que debía abastecerme ya que en ella no había nadie que pudiera ayudarme.
Mi paso por las calles empedradas de la localidad, causaba sorpresa entre los hombres del pequeño poblado, pues aunque sin proponérmelo, estaba vestida provocativamente. Me explicó también, que debía dirigirme al puerto y contratar allí una pequeña embarcación que me llevara a mi destino. Con mucha ilusión llegué a ese sitio y pregunté a varias personas sobre quien podría llevarme al lugar indicado, me dijeron que por el momento no había ningún personal disponible y que debía esperar un poco mientras regresaba alguno.
Me senté en un pequeño establecimiento y pedí un refresco mientras ojeaba uno de los libros que había llevado para disfrutar mi soledad.
Al pasar casi una hora, un chico se me acercó para indicarme que ya había llegado uno y que estaba esperándome en el muelle. Recogí mis maletas y le pedí al pequeño que me ayudara con las otras cosas. Al llegar, abordé inmediatamente el bote a pesar de no estar el hombre aun en el bote, por temor a que otra persona se me adelantara y me tuviera que quedar esperando otro buen rato. Siempre he sentido temor al viajar en esta clase de transporte, por eso el movimiento de las olas que mecían la embarcación, añadían un elemento más de novedad a este viaje.
Me concentré a observar la hermosa tarde y el reflejo de los rayos del sol en el mar, era una visión fantástica. Me volvió a la realidad la voz del hombre que anunciaba la salida. Sorprendida dirigí mi mirada y encontré a un hombre negro, de aproximadamente 30 años, que con el torso desnudo y vestido únicamente con un viejo pantalón vaquero, al cual había cortado para convertirlo en un pequeño short, me saludaba con una amplia sonrisa.
Le indiqué la ruta de mi viaje y se sorprendió que una mujer sola se dirigiera a un sitio despoblado la mayor parte del tiempo, ocupado solo por sus propietarios (la familia de mi amiga) en época de vacaciones. Le indiqué que precisamente quería estar sola y que con ese fin mi amiga me había recomendado ese lugar. Igualmente le manifesté sobre mis temores del viaje y me tranquilizó diciéndome que el mar estaba muy calmado y que no debía preocuparme, pues él haría el recorrido de una manera lenta para que las olas no me incomodaran. Más tranquila decidí disfrutar del hermoso panorama que se presentaba ante mis ojos.
Comenzamos nuestro viaje y sentí como al pasar el tiempo aquel hombre miraba mis pechos, los que solo tenía cubiertos por una pequeña blusa un poco escotada por la advertencia hecha por mi amiga del clima de la región. La verdad es que ese hombre no me resultaba indiferente, su cara, sin ser la de un modelo, era muy agradable, su sonrisa y su amabilidad resultaban seductoras, su cuerpo, sin ser el de uno de esos hombres musculosos a fuerza de asistir diariamente en largas jornadas a un gimnasio, era bastante atractivo, alto, sus brazos y piernas estaban muy bien definidas, creo yo por el constante ejercicio que hacía como consecuencia de su trabajo.
Al pasar el tiempo los rayos del sol comenzaron a calentar más de lo esperado y mi espalda comenzó a broncearse y a sentir la incomodidad que eso representa; había olvidado ponerme el protector solar. La charla con el barquero resultó amena, me contaba sobre las costumbres de su pueblo, de su trabajo y de cosas banales. Seguía intrigado por mi viaje sola.
Me habló sobre su familia, estaba casado y tenía dos hijas. Cada vez la conversación se hacía más relajada y se sentía más confianza entre los dos. La verdad es que a pesar de ser un hombre apuesto, nada hacía presagiar lo que ocurriría después. Saqué de mi maleta un frasco de protector solar y comencé a aplicarlo sobre mis hombros. La cálida brisa y las gotas de agua que salpicaban mi cuerpo, comenzaban a hacerme sentir una excitación que propició que mi imaginación comenzara a volar. Estábamos a unos dos kilómetros de la costa, pues el recorrido se hacía bordeándola.
Al ver la dificultad en la aplicación del bronceador, Roberto (así se llamaba) detuvo el motor de la lancha, para facilitarme la labor. A pesar de ese gesto, no era fácil su aplicación en toda la extensión de la espalda. Roberto se ofreció a ayudarme, se lo agradecí. Rápidamente se me acercó y pude percibir ese olor a sudor de macho que tanto me excita. Me bajé un poco la blusa para que facilitarle el trabajo. Al pasar sus fuertes manos por mi espalda, pude sentir una corriente que llegó hasta lo más íntimo de mi ser.
Cada paso de sus manos por cada espacio de mi cuerpo reavivaban mi esencia de mujer. No podía, aunque trataba, disimular lo que estaba sintiendo. Le pedí a que me aplicara el protector en toda la espalda, me recogí mi cabellera, dejé que él realizara la labor solicitada. Esa petición tenía además otra intención, y era la de poder oler y sentir más cerca su parte íntima. Cuando él apoyaba sus manos en mi espalda, hacía que su cuerpo se acercara más a mí, obligándolo a poner al frente de mi cara ese bulto que se le apreciaba sobre el pantalón.
Al verlo más cerca, pude además confirmar que poseía unas piernas muy fuertes. Al mover su cuerpo, se marcaba cada vez más el paquete que se le formaba en el pantalón. Al parecer no era yo la única que se había excitado con esa situación. Por la parte baja del short se alcanzaba a divisar la cabeza negra de un gran pene que pugnaba por salir de su encierro.
Comenzó a sentir mis jadeos y sus manos comenzaron a deslizarse tímidamente hacia mis tetas. Lo dejé llegar hasta allá sin oponer resistencia, pues no tenía fuerzas ni deseos de hacerlo. Al pasar su mano por mi pezón, di un pequeño brinco que hizo que se asustara un poco, pero para animarlo a seguir agarré su verga sobre el pantalón y comencé a frotarla fuertemente. Él bajó su cabeza y comenzó a besarme la espalda y el pelo de una manera muy dulce. Como pude, bajé la cremallera y comprobé que no llevaba calzoncillos. Tomé esa gruesa verga negra y mientras la apretaba con una mano, lamí un poco su cabezota, Roberto comenzó a jadear también.
No hubo palabras, solo deseos. El vaivén de la lancha sobre las olas hacía que la situación fuera más placentera. Como pudo, mi negro tiró aun lado las maletas y las bolsas que contenían los víveres que había comprado en el pueblo y se arrodilló frente a mí. De un zarpazo me despojó de la falda que llevaba puesta y me arrancó las braguitas, mientras yo apoyaba su cabeza en mi regazo y la acariciaba cariñosamente. Uno de sus largos dedos tocó mi vagina, que a esa altura estaba derritiéndose de placer. Comenzó a enterrarlo suavemente, haciendo aumentar mi placer. Le había bajado el short y su verga negra parecía un misil que estaba próximo a despegar. Posó sus grandes labios en mi coño y comenzó a beberse mis jugos, a pasar su lengua por toda su extensión, haciendo énfasis en mi clítoris. La situación era del todo placentera y morbosa, no estaba en mis planes una experiencia como esa, pero decidí aprovecharla al máximo. Abrí mis piernas y las coloqué sobre su hombro para facilitarle la labor.
Parecía que fuera la primera vez que se comía un coño por la pasión que le ponía. Que delicia, que gozo, me estaba llevando al límite. Me tumbé un poco hacia atrás para poder disfrutar mejor la comida. Los fuertes lengüetazos lograron su cometido; me corrí en un orgasmo sin fin.
Las piernas me temblaban y casi no lograba volver a mi posición inicial. Quise retribuir el gesto de mi negro y lo insté para que se pusiera de pie. Se agarró del timón mientras yo me dispuse a disfrutar de ese manjar que me ofrecía; era una verga negra, grande y muy gruesa, con unas venas muy prominentes. Me la introduje en la boca, aunque no completamente para evitar que me dieran arcadas y comencé a succionar mi rico bombón de chocolate. Roberto se agarraba fuertemente con cada envestida mía y sus jadeos se convirtieron en gritos de placer como nunca los había sentido. Gracias a Dios estábamos mar afuera y nadie podía escucharlos.
Eso hizo que se acrecentara más el morbo de la escena. Me pidió que me dejara penetrar, que no quería desperdiciar ese polvo sin echarlo en mi gruta.
La verdad es que el pequeño espacio de la lancha y el movimiento de las olas no permitían una buena estabilidad, por eso decidió sentarse, despojado ya de su pantalón se colocó un preservativo que le ofrecí yo y me pidió que me sentara sobre ese mástil. Dándole la espalda para que observara mis nalgas y besándolas dulcemente antes de bajarme sobre él, me sentó literalmente sobre su gran pene. Poco a poco me lo fue enterrando, el dolor se confundía con placer. Al sentir que ya estaba todo dentro, me agarró de la cintura y comenzó a bajar y a subirme sobre el eje de su tronco negro. Parecía un dardo en mis entrañas, yo bajaba la cabeza para apreciar como ese trozo de carne negra se perdía en mi gruta blanca para luego volver a aparecer. Mientras tanto Roberto me lamía la espalda chupando las gotas de sudor que corrían por ella. Esta escena hizo que me viniera a chorros y esperé hasta que mi negro acabara dentro de mí. Como pude di la vuelta y estampé un apasionado beso en la boca de mi nuevo amante. A pesar de lo placentero, me sentí un poco mal por mi desaforada reacción, al hacer el amor con un hombre que acababa de conocer.
Él sintió mi malestar y me calmó con un abrazo, diciéndome en el oído las cosas que yo quería oír en ese momento, fue muy dulce. Al rato continuamos con el viaje. Los dos estábamos desnudos recibiendo los rayos del sol sobre nuestros cuerpos, protegidos por el hecho de que nadie podía observar nuestras acciones. Llegamos a nuestro destino al caer la tarde, el sol comenzaba a esconderse en el horizonte, haciendo muy romántico ese momento.
Bajamos de la lancha, Roberto bajó mi equipaje y las provisiones que traía. Efectivamente la casita se encontraba cerrada y no había señales de ninguna persona a su alrededor y por el estado en que estaban las cosas, se podía percibir que había estado vacía varios meses. En la cocina lo besé tiernamente y le agradecí por esa experiencia tan grata. Me le colgué del cuello y bajé su boca hasta la mía, él me respondió con un abrazo de macho, sentí su fuerza atrapando mi frágil cuerpo. Le pedí que sacáramos provecho de ese hermoso atardecer y fuéramos juntos al mar, me tomó de la mano y corriendo llegamos a las tibias aguas, aun desnudos con la tranquilidad de no sentirnos observados.
No cesábamos de besarnos, de tocarnos de acariciarnos, parecíamos unos adolescentes que por primera vez hacen el amor. La estampa viril de ese negro me excitaba cada vez más, sentía su renovada verga contra mi cuerpo y la agarraba cada vez que lo quería hacer. El por su parte se saciaba acariciando mis nalgas y diciéndome lo hermosas que eran, chupaba mis tetas y cada succión era como sentir el pinchazo de mil agujas en mi pezón, que delicia todo lo que me hacía sentir. Me pidió autorización para quedarse esa noche conmigo, le dije que me preocupaba la reacción de su esposa y familia, me tranquilizó diciéndome que muchas veces no regresaba al puerto por tormentas tropicales o por daños en el motor de la lancha y que su esposa estaba acostumbrada a ello, que eso no era problema, le diría que hubo un problema con la lancha y asunto arreglado. Mi respuesta fue un beso, pues no quería que me dejara en ese momento.
Salimos a la playa a contemplar la puesta del sol y encendimos una pequeña fogata. Sobre la arena, me coloqué en su regazo y me dejé mimar de mi negro como si fuera un gatita en celo.
Besos y más besos, abrazos, toqueteos, eran nuestra delicia. Le pedí que me hiciera el amor salvajemente en la playa. Esa había sido mi fantasía desde mi adolescencia, me recostó sobre la arena y sin mediar palabras me clavó su estaca de una forma que inicialmente me dolió, pero que posteriormente produjo en mí el placer más grande. Nos revolcamos en la arena y nuestros cuerpos eran bañados cíclicamente por las olas, que llegaban hasta nuestras nalgas y luego se devolvían, utilizaba sus manos y sus pies sobre la arena y su grueso miembro viril taladraba mis entrañas. Eso hizo que tuviera un fenomenal orgasmo que me hizo gritar como una posesa.
Mi excitación hizo aumentar las embestidas de Roberto, que a pesar de intentar controlar su venida, explotó como un volcán. Permanecimos en la arena un largo rato después de nuestra jornada amatoria, nos dormimos cogidos de las manos, viendo como despuntaban las estrellas y exponiendo nuestros sexos a la suave brisa marina. Esa noche volvimos a hacer el amor en la casita, en la cama de mi amiga.
Ya de madrugada acompañé a mi hombre hasta la lancha, no sin antes hacerle prometer que vendría todos los días mientras yo estuviera en ese sitio, que inventara cualquier excusa para hacerlo. Me juró que lo haría y lo cumplió. Fueron ocho días de romántica lujuria, donde siempre esperaba a mi negro con los brazos abiertos para gozar de su cuerpo y de su calidez. La noche anterior de mi regreso a la ciudad, la pasamos juntos y sabiendo que sería la última, la aprovechamos al máximo. Esa noche me confirmó toda la fuerza y pasión que tienen los negros en el cuerpo, no me dejó dormir un solo minuto. Al llegar a la ciudad, me esperaba mi amiga como lo habíamos convenido. Al verme me dijo que por la sonrisa que traía, debía haber sacado un buen provecho de mi viaje.
Nunca le conté lo sucedido, pero creo que ella lo sospecha. Lo más insólito es que no sentía haberle sido infiel a mi marido.
Besos para todos.