Relato erótico
De patita feo a cisne
Era su compañera de trabajo, tímida, infantil y siempre triste. No se arreglaba y la verdad nadie la miraba. Aquella tarde tenían una reunión en la oficina de un cliente y ella se retrasaba. Cuando cruzó la puerta no podía creer que fuera ella.
Jaime- Sevilla
Voy a contar una historia totalmente inesperada para mí con relación a una compañera de trabajo tímida y algo infantil. Al menos eso es lo que yo creía. Yo había llegado a desarrollar por ella una mezcla de simpatía y lástima. En sus ojos empezaban a dibujarse unas arruguitas apenas perceptibles y su mirada había perdido la sombra de la tristeza para convertirse en un pozo de rutina sin brillo. Una tarde estábamos convocados para una reunión en un edificio de oficinas del centro de la ciudad, con un cliente muy importante. Yo me había ido a comer con un compañero y ella se fue a su casa.
A las cuatro, la hora en la que comenzaba la reunión, ya estaba todo el mundo sentado a la mesa, menos Ana. Tuve que inventar una excusa para justificar su tardanza. Empezamos sin ella y a los quince minutos apareció, pero yo apenas pude reconocerla. Aquella mujer que entraba taconeando sobre el parquet de la sala de juntas no era la Ana que yo había dejado en la oficina dos horas antes. Llevaba un abrigo larguísimo de lana y el pelo recogido de forma primorosa. El rostro, por lo general desaseado, lucía un maquillaje perfecto. Todos volvieron la cabeza para verla. Con la mejor de sus sonrisas se disculpó y se dirigió a un asiento libre, junto al mío. Me levanté y la ayudé a quitarse el abrigo. A la vista quedó un elegantísimo traje de chaqueta gris oscuro muy ceñido, que resaltaba su hermoso pecho. No me enteré de nada de lo que se discutía en la reunión.
Cuando terminó la reunión nos despedimos de los clientes. Aún no eran las ocho de la tarde y yo no sabía qué hacer para evitar que aquella Ana increíble, salida de un sueño, se me escurriese entre los dedos.
El ascensor se detuvo en la planta baja. Yo tenía el coche aparcado en el garaje, así que debía despedirme, pero aquello hubiese desbaratado la tarde mágica. Ana se despidió hasta el día siguiente y se perdió tras la puerta metálica.
– ¡Seré idiota! – pensé – No puedo dejar que se marche.
Al llegar al segundo sótano fingí haber olvidado mi cartera en la oficina del cliente. Subí a todo correr las escaleras, pero ella ya había salido del vestíbulo. Afortunadamente distinguí la figura de Ana a punto de dar la vuelta a la esquina. Me apresuré hasta llegar a ella.
– ¡Ana! – grité.
Ella se detuvo y se volvió hacia mí.
– ¿Pero no te ibas a casa? – preguntó.
– Esto… sí, pero es que yo solo quería decirte que has estado fantástica. Eres una gran profesional.
– Muchas gracias, Jaime.
– ¿Te importa que te acompañe?
– No en absoluto, en realidad no tengo que comprar nada concreto. Solo quería dar un paseo, aunque ¿por qué no me invitas mejor a un café?
Me pareció adivinar un tono malicioso en aquella pregunta tan insulsa. Fuimos a un pub que estaba muy cerca del edificio de oficinas. Era un lugar un poco triste, lleno de ejecutivos empinando el codo, que posponían de ese modo el regreso a su hogar. La barra estaba abarrotada y nos fuimos a una mesa. Nos sentamos y en lugar de un café yo pedí una whisky y ella un licor dulce. Se quitó la chaqueta y pude contemplar debajo de su blusa la sombra de un sujetador negro de encaje. Sacó una pitillera dorada y me ofreció un cigarrillo. Yo no recordaba haberla visto fumar antes aunque lo hacía de una forma muy femenina y sensual. Bebía a pequeños sorbos y el licor hacía brillar el rojo de sus labios.
– Bueno Jaime, no me has dicho nada galante hoy. Parece que el esfuerzo que he hecho por mejorar mi aspecto ha sido en vano…
– No Ana, todo lo contrario… jamás he visto a una mujer tan preciosa, solo que…
– Solo que yo soy la fea de la oficina y no puedo gustar a ningún hombre. Ya lo sé Jaime, ¿crees que estoy ciega, que no me doy cuenta de cómo se os va la vista detrás de las minifaldas de las secretarias, de cómo las miráis?
Había en sus palabras un tono de tristeza.
– Al contrario, estás guapísima, Ana, de verdad. Yo lo que quiero decir es que estoy anonadado. Cualquier hombre perdería la cabeza por ti…
-Pues hasta esta tarde nadie me había hablado de esa forma, aunque reconozco que yo he tenido la culpa. Siempre me he preocupado más de mi trabajo que de mi vida, pensando que no podemos hacer nada para lograr que las cosas sucedan. El fin de semana pasado estuve muy deprimida, ¿sabes?
Nos miramos fijamente y nuestros labios se rozaron en un beso tierno, casi infantil.
– Y yo me siento muy feliz de que hayas decidido seguirme esta tarde.
– ¿Quieres que vayamos a cenar juntos?
– Me encanta esa proposición.
Cogimos mi coche para ir a un restaurante de lujo. La ocasión no era para menos. Yo todavía no podía creerme lo que estaba sucediendo. La faldita se le subió y pude ver el borde de las medias que anunciaban la presencia de un liguero. Esta imagen me excitó muchísimo, tanto que casi sin querer acaricié su muslo izquierdo, pero ella hizo un gesto de desaprobación.
– Cada cosa a su tiempo…
Mientras dábamos cuenta del café, le pregunté que a donde quería ir.
– Quiero que me lleves a tomar una copa, a divertirnos por ahí. Ya estoy hasta las narices de acostarme pronto.
Nos fuimos a una discoteca de moda. La verdad es que nuestro atuendo llamaba la atención con tanto crío alrededor, pero yo solo tenía ojos para ella. Nos sentamos en un rincón oscuro.
Ya no tuve que porfiar más, fue ella quien me cogió por el cuello y me dio un beso que casi me asfixia, mientras apretaba su cuerpo contra el mío.
– Jaime, yo sé que tú has tenido muchas otras mujeres en tu vida y que yo no voy a ser más que otra aventura…
-No eso no es así, yo hace tiempo que te deseo…
La besé con fuerza para intentar decirle que yo no buscaba solo un polvo más a añadir a la colección de mis, por otra parte, frustrantes relaciones.
– Quiero bailar, Jaime, quiero divertirme.
Bailamos algunos lentos, muy abrazados. Mi mano, de vez en cuando, bajaba hasta su trasero y ella me sonreía pícaramente. Creí llegado el momento de pasar a mayores.
– ¿Vamos a mi casa? – le pregunté.
– No, llévame a un hotel de cinco estrellas. Ese ha sido siempre mi sueño. Desde que empecé a sentirme mujer siempre he imaginado que hacía el amor en un lugar de fábula.
Esta vez el viaje era muy corto. Tras registrarnos en recepción, ante la inquisidora mirada del conserje y despedir al botones, Ana se vino hacia mí y me quitó la chaqueta.
– Quiero que sepas una cosa. Nunca he estado con otro hombre, no sé nada de nada…
– Entonces déjame a mí, te prometo que seré el hombre más cariñoso del mundo.
-Eso no lo dudo, pero antes tomemos unas copas de champán.
-¿No crees que estamos pasándonos un poco con el alcohol?
– Ya era hora de que alguna vez en mi vida me pasase.
La giré contra mí y empecé a acariciar sus pechos por encima de la blusa. Noté como sus pezones se ponían duros. Mientras ella empezaba a suspirar, comencé a desabrochar los botones. Le quité la blusa y quedó al descubierto el sujetador que antes solo se insinuaba. Los pezones aparecían erectos y muy grandes. Ella misma se quitó la falda y ahí estaba el liguero, enmarcando una braguita mínima, transparente, que dejaba ver todo el vello púbico. Yo estaba ya como una moto, me quité la ropa y me quedé solo con los calzoncillos.
La llevé hacia la cama. Me senté en el borde y la hice ponerse a horcajadas sobre mis piernas. No sin cierta torpeza, acerté a desabrocharle el sujetador. Sus pechos eran preciosos y los pezones estaban pidiendo a gritos que los comiese. Empecé a chuparlos mientras ella clavaba las uñas en mi espalda y gemía como una loca, tanto que me asusté y paré.
– ¡No por favor, sigue, amor mío, me encanta…!
Mientras, le acariciaba el culito apenas descubierto a excepción de una mínima franja.
– ¡Me estás poniendo cachonda, Jaime…!
Ella se movía y su pubis golpeaba contra mí. Noté que empezaba a ponerse húmeda y pasé a acariciar su coño por encima de la braguita. Estaba blando y muy mojado. Ana gritaba y suspiraba.
Metí mi mano bajo la braguita y acaricié el clítoris directamente. Ella me clavó las uñas con fuerza en la espalda. Cuando noté que estaba ya muy excitada hice que se levantase.
Con mucha delicadeza desabroché el liguero y le bajé las bragas. Volví a colocarle las ligas y le pedí que separase las piernas. Me puse tras ella y le acaricié el coñito por detrás. Parecía mantequilla de lo blando que estaba. ¡Que excitante era el cálido contacto de su culo contra mí!
– Ahora, vas a ver la Luna…
– ¡Hazme tuya… hazme tuya…!
Ana pensaba que yo iba a penetrarla, pero estaba equivocada. Me agaché y mi boca se fue directamente contra los labios de su coño. Tenían un sabor muy agradable.
Ana tuvo una convulsión. Empecé a lamer muy suavemente el clítoris, que se agrandaba por momentos. Mis manos se recreaban en una caricia desde las nalgas hasta los zapatos.
– ¡Me gusta… aaah…!- ¡Aaah… noto que me viene…! – gritó.
El cuerpo de Ana se tensó y comenzó a temblar. El orgasmo era inminente. Podía aprovechar la ocasión y desvirgarla allí mismo o continuar hasta que se corriera.
No me dejó mucho tiempo para pensar, porque tuvo un orgasmo bestial en ese momento. Fue como una auténtica ducha. Yo nunca había visto tanta humedad junta.
– ¡Para, para… no puedo más! – me dijo y se dejó caer agotada sobre la alfombra – Ha sido enorme, enorme…
La abracé y le dije que la quería, que no debíamos dejar pasar los años de forma estéril, que era el hombre más feliz del mundo y que nunca viviría lo suficiente para agradecerle lo que había hecho aquel día. En lugar de expresar su emoción, ella volvió a desconcertarme otra vez. Me acarició la frente, me sonrió y dijo:
– Ahora quiero que me folles… me has puesto muy caliente y necesito sentirte dentro de mí… quiero entregarme a ti…
La tomé del trasero y la puse a cuatro patas sobre la alfombra, sin pensarme dos veces más su oferta.
Su coño se ofrecía como un pastel de crema. Agarrado a sus caderas empecé a penetrarla. Pese a que estaba muy húmedo me costó algún trabajo abrirme paso. Fue un polvo grandioso. Estuve cerca de un cuarto de hora dentro de ella sin correrme, seguro de que Ana no tendría un segundo orgasmo en su primer coito. Pero estaba muy equivocado.
Nos dijimos muchas cosas mientras que su cuerpo se estremecía con cada una de mis sacudidas.
– ¡Jaime, noto que me viene otra vez… sigue… sigue…!
A esas horas todo el hotel debía saber ya que había una pareja de amantes posesos en nuestra habitación. Aumenté la frecuencia de mi ataque y me tumbé sobre ella para acariciarle los senos. Finalmente, Ana volvió a correrse, gritando:
– ¡Te amo, te amo!
Me corrí dentro de ella hasta quedar exhausto.
Nos metimos en la cama y nos fumamos a medio el primer cigarrillo postcoital de nuestra vida. Fue una noche inolvidable. Lo hicimos otras dos veces, la primera en la cama de una forma más sosegada que el polvo inaugural y la segunda en el baño de burbujas con Ana encima de mí.
Al día siguiente llegamos a trabajar tardísimo, nadie se explicaba que había podido suceder. Yo recuerdo con nostalgia como follamos ese día en los lavabos de señoras, vestidos. Han pasado ya dos años y seguimos juntos. Pero esa, es ya otra historia.
Saludos para todos.