Relato erótico

De criada a señora

Charo
5 de diciembre del 2018

En cuanto se quedo viuda su economía se resintió. Busco trabajo y se puso a trabajar como criada en una casa de unas personas adineradas. Era una buena familia, la mujer algo malhumorada. Pasaron unos meses y la pareja se separó.

Rosa – Barcelona
Soy una viuda de 43 años, estatura media, delgada, poco pecho y culo pequeño aunque salido. Debido a esta mi apariencia física, la gente me da mucha menos edad de la que tengo. Además las facciones de mi cara son muy atractivas. Tengo los ojos grandes y de un intenso color negro, nariz pequeña y recta, y labios gruesos y muy marcados. Labios para besar, decía mi pobre marido. Llevo el pelo, teñido de rubio, en una corta melenita que enmarca mi rostro y creo que soy bastante coqueta. Me gusta arreglarme y pintarme, aunque levemente, para resaltar mis ojos y mis labios. Con referencia al sexo creo que no soy ni fría ni caliente. Con mi marido follábamos dos o tres veces por semana y yo tenía más que suficiente. Por eso quizá fue que, tras cuatro años de la muerte de mi marido, pudiera arreglarme con una masturbación de vez en cuando.
A los seis meses de quedarme viuda y para poder amentar mis ingresos ya, que la pensión me llegaba para muy poco, logré entrar como asistenta con una familia de la zona alta de Barcelona. Eran un matrimonio con un hijo. Mi labor era la limpieza de la casa, preparar la comida, servirla, lavar y planchar la ropa, etc. Dormía en el piso, en un cuartito con lavabo independiente. El sueldo era bueno y me encontraba muy bien con ellos. He seguido en la casa hasta el presente pero con muchos cambios en nuestra relación. Esto es lo que quiero contar. Hace unos dos meses que la convivencia en aquella casa empezó a hacerse insoportable. La señora, Virginia, tendría mi edad, poco más o menos, y era una mujer fría y bastante antipática, todo lo contrario de su esposo. El señor Alberto, un hombre de 47 años, muy agradable y educado conmigo, era alto y atractivo con sus sienes blanquecinas y su bien cortado bigote.
La simpatía del padre la había heredado su hijo, un muchachote alegre y también muy atractivo que a sus 19 años no le dejaban tranquilas las chicas llamando continuamente a casa. Las peleas y malas caras acabaron cuando el matrimonio decidió separarse. Arreglaron las cosas por abogado y ella, cogiendo todo lo suyo, se marchó quien sabe donde dejándome a mí como única mujer de la casa. Con la ausencia de la señora el ambiente volvió a ser normal. Me lo pasaba muy bien con las bromas de Oscar, el hijo y el encanto del señor hasta que una noche, cuando los dos se habían ido ya a la cama y yo recogía la mesa, me pareció oír como un gemido que salía de la habitación del señor Alberto. Como la puerta estaba entreabierta, cosa que nunca ocurría cuando se desnudaba o ya estaba en cama, entré para preguntar si le ocurría algo y tuve la enorme sorpresa de encontrármelo completamente desnudo y pelándosela a gran velocidad.
Yo llevaba cuatro años sin ver a un hombre en pelotas y menos con aquello tan gordo y endurecido a tope. La impresión fue tan grande que no atiné ni a decir nada ni a retirarme. El señor Alberto, al verme, no dijo nada pero se soltó la polla. Mentalmente la comparé con la de mi pobre marido.

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No es que fuera enorme pero si era larga y hermosa. Entonces Alberto se me acercó lentamente y al estar frente a mí, me cogió la mano y colocándola sobre su verga, me dijo en voz muy baja:
– ¡Por favor, pélemela usted, no puedo más, voy muy cachondo!
Aún no sé porque lo hice. Quizá sabiendo lo que yo sufría con mi soledad sexual tuve pena de aquel hombre encantador. Moví muy lentamente la mano. El contacto con aquel miembro viril hizo reavivar mis recuerdos y, casi sin darme cuenta, empecé a excitarme notando cierta humedad en mi coño. Me gustaba aquel contacto. Hubiera deseado darle más cosas, abrazarle, sentir su cuerpo desnudo contra el mío, pero en un momento de lucidez pensé que ya era mucho lo que le estaba haciendo y era mejor que me aplicara simplemente a ello.
De pronto Alberto se inclinó un poco hacia atrás. Noté entre mis dedos el palpitar de su polla que indicaba el fluir de su leche pero como no atiné a apartarme a tiempo, toda su eyaculación, muy abundante por cierto, fue a parar a mi falda y piernas. Entonces y sólo entonces, me di cuenta de lo que había hecho y muerta de vergüenza, di media vuelta y me fui corriendo a mi cuarto encerrándome por dentro. Mientras me sacaba la pringada falda y me limpiaba los churretones de las piernas pensé en lo ocurrido. Tenía que haberme negado. ¿Qué pensaría ahora Alberto de mí… que era una fresca, una cualquiera dispuesta a todo? No obstante, cuando me metí en la cama estaba tan excitada que no pude evitar acariciarme hasta que caí en un orgasmo muy profundo.
A la mañana siguiente, sábado, me levanté temprano para prepararle a Oscar unos cuantos bocadillos ya que se iba de excursión con unos amigos y no regresaría hasta la noche del domingo. El chico se levantó, se duchó, me dio dos besos, cosa que hacía siempre, y se marchó. A la media hora oí la ducha. Alberto estaba en el baño. Temí el momento de vernos frente a frente. La verdad es que estaba muy nerviosa.
De pronto apareció en la puerta de la cocina. Iba envuelto en el albornoz. Supuse que debajo estaba desnudo. Con cara seria se me acercó y tras preguntarme si su hijo ya se había marchado y decirle yo, con un movimiento de cabeza, que sí, me dijo:
– Perdone Tere, no sé lo que me ocurrió anoche… no tengo por costumbre masturbarme pero estaba tan caliente que… de verdad, perdóneme…
– Yo tampoco sé porque se lo hice – pude contestar – Pero también sé lo que es la soledad y a veces, el deseo sexual se hace insoportable.
– ¡Claro! – exclamó – ¡Usted también ha estado sin hombre durante mucho tiempo, no me acordaba, que desconsiderado he sido!

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Se me acercó más y me abrazó. Sólo me faltaba eso. Su cuerpo olía a limpio. Casi con miedo, coloqué mis manos en su cintura. Mi boca estaba a la altura de su nuez. Un impulso irresistible me hizo apoyar los labios en ella. Alberto no se movió pero si sus manos, bajando de mis hombros a mi espalda, luego a mi cintura y al final a mi culo. También mis manos cambiaron de posición, pasando de su cintura a la parte delantera del albornoz. Con dedos temblorosos desanudé el cinto y aparté los dos trozos de tela. Apreté mi cuerpo contra el suyo, desnudo en efecto. Era consciente de que ahora era yo la que me ofrecía. Lo hacía con ganas, buscando sus caricias, sus besos, todo su ardor de macho del que yo tan necesitada estaba. En la entrepierna, contra mi falda, notaba la dureza de su polla. Hice deslizar el albornoz por sus hombros y lo dejé caer al suelo.
Mis manos fueron a su culo, pequeño y duro, y lo apreté hacia mí para que, mientras gozaba con el contacto de sus nalgas, sintiera aún más la potencia de su miembro. Ya estaba dispuesta a todo y él lo comprendió. Me desabrochó la falda dejándola deslizar por mis muslos, hasta el suelo. Me apartó un poco y empezó a desabrocharme los botones de la blusa y que también me quitó dejándome en bragas y sujetador. Esta última prenda desapareció a continuación. Sus manos acariciaron mis pechos, mis pezones y luego su boca me los chupó a fondo haciéndome suspirar por primera vez. Sin esperármelo, me cogió por la cintura, me levantó con suma facilidad y me sentó en la mesa de la cocina. Allí continuó acariciándome con su boca y con su lengua, ahora todo el cuerpo mientras deslizaba mis bragas hasta sacármelas. Su boca me besó los pelos del coño haciéndome abrir las piernas sin que él me lo pidiera.
Me corrí al poco rato en su boca tragándose él todos mis jugos, cosa que mi marido, aunque me comía la almeja, jamás quiso hacer. Alberto no me dio tiempo a reponerme, me hizo caer de espalda sobre la mesa, levantó mis piernas y apoyando su bonita y gorda polla en la raja de mi coño, comenzó a penetrarme lentamente. Casi no recordaba el placer que da cuando te follan. El efecto fue fulminante. Sentir la entrada de todo el capullo y empezar a correrme fue todo uno. No sé si fueron muchos orgasmos seguidos o uno eterno, pero la cuestión es que no paré hasta que la leche de Alberto me llenó con fuerza y abundancia las entrañas. Aún dentro de mí, acercó su boca a la mía y nos besamos como locos, entrelazando nuestras lenguas y tragándonos nuestra mutua respiración. Al salir de mí me ayudó a bajar de la mesa y abrazados nos fuimos al baño, a su baño. Nos metimos juntos en la bañera, nos enjabonamos el uno al otro, acariciando todo lo acariciable y luego, limpios y aseados, pero aún desnudos, hablamos cómodamente sentados en el salón.
– Tengo que confesarte que te he deseado desde hace mucho tiempo – me dijo- Me gustaba tu cuerpo, tu cara, tu sonrisa pero sobre todo tu carácter, tan distinto al de mi ex.

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Muchas veces me la he pelado por ti y muchas de ellas oyendo, detrás de la puerta de tu habitación, los gemidos de placer que dabas al correrte con tus manos. A decir verdad ayer me la pelaba pensando en ti, te lo juro.
Le besé cariñosamente en la boca, luego me incliné, cogí su arrugada verga y metiéndomela en la boca, comencé a mamársela hasta que se le puso dura. Continué chupando al tiempo que le sopesaba los testículos. Alberto suspiraba acariciándome el cabello y la espalda. Así estuve hasta que, diciéndome que se corría, intentó apartarme. No le dejé y mamé con más fuerza hasta que, con un profundo gemido, se corrió en mi boca llenándome la garganta con su leche, que yo tragué sin perder una gota.
– Eres maravillosa – me dijo de nuevo los dos sentados, uno junto al otro – Mi mujer jamás se comportó así, todo le daba asco…
-Deja de hablar de ella – le corté con una sonrisa – Ahora me tienes a mí para lo que quieras y sin ningún compromiso. Me has dado tanto placer que seguiré siendo la chica de servicio y tu amante, si así lo deseas.
-En lo de amante, de acuerdo por completo, pero de chica de servicio nada. Eres la mujer de la casa, la señora ya que te tiras al señor – replicó.
– ¿Y tu hijo, qué…? – pregunté
– Le pondremos al corriente y lo entenderá, ya no es un crío – me contestó – Además siempre le has caído mejor que su madre.
Pasamos todo el día como dos tortolitos enamorados. Aprovechábamos todas las ocasiones para besarnos y acariciarnos. Cuando llegó la noche me hizo meterme en su cama de matrimonio diciendo:
– Desde ahora éste es tu sitio y no el cuarto de la criada.
Agradecí el detalle pero seguí pensando en la cara que pondría su hijo cuando nos viera comportarnos como dos esposos. No hace falta decir como transcurrió la noche. Le chupé la polla, luego me folló por detrás, como los perros. Cansados y satisfechos nos dormimos hasta que, a la mañana siguiente, volvimos a la carga no saliendo de la cama hasta casi al mediodía.
Al día siguiente lo pasamos del mismo modo pero a medida que se iba acercando la hora de que regresara Oscar yo estaba más y más nerviosa. Alberto intentaba calmarme e incluso me prohibió ponerme el delantal y me obligó a vestirme con ropa de calle, como una señora. Cuando por fin llegó Oscar y abrazándome, me dio los dos besos de rigor, me miró y me dijo que estaba muy guapa. Al oírlo, su padre me miró sonriendo, como complacido por la reacción de su hijo.

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El chico se fue al baño, yo puse la mesa y cuando Josema salió nos dispusimos a cenar. Al verme también sentada en la mesa, en el lugar donde siempre había estado su madre, nos miró a los dos, lanzó una alegre carcajada y sin tapujos, nos dijo:
-¡Vaya fin de semana habréis pasado aprovechando mi ausencia, golfos! – me cogió la mano y mirándome a los ojos con cariño, añadió -Siempre deseé que acabárais así los dos.
Ahora los que se echaron a reír fuimos su padre y yo. Me levanté, abracé al muchacho y le estampé un sonoro beso, aunque sin poder articular palabra por la emoción que me embargaba. Sin comerlo ni beberlo había logrado un “marido” caliente y fenomenal en todos los sentidos, y un “hijo” que me adoraba. ¿Qué más podía pedir?
Besos para todos de una mujer feliz.

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