Relato erótico

Cumplí a medias

Charo
24 de agosto del 2018

Aunque ya ha llegado a la treintena, había cumplido con lo que siempre había querido, llegar virgen al matrimonio. Una vecina suya le recomendó el taller de alta costura de una amiga para que le hiciesen el vestido de novia.

Marta – Madrid
Siempre fui una mojigata, una cursi, que siguiendo los dictados de una rígida educación familiar, que por desgracia recibí de mis padres y abuelos, presumía… ¡estúpida de mí! de que iba a llegar virgen al matrimonio.
A pesar de que ya no era una niña porque, aunque me de vergüenza confesarlo, en aquella época tenía treinta y un años. Era bastante monilla, aunque mis tetas me parecían demasiado voluminosos y mi trasero y muslos muy rollizos, por lo demás estaba bastante conforme con mi físico, pues soy una rubia natural y mis ojos verdes, grandes y profundos, gustaban bastante a los “moscones”, que se me acercaban con mil excusas, tratando en vano, pues se iban con el rabo entre las piernas, de meterme mano, los muy cerdos.
Nunca supuse que podía ser también el oscuro objeto del deseo para unas mujeres, hasta que Carmen, una vecina, me llevó al taller de su modista y amiga, Luisa, una viuda preciosa y “jamona”, que tenía 36 años. Tenía dos hijas de veinte y diecinueve años de edad, respectivamente, que parecían unas golfillas por las ropas tan ajustadas y cortitas que vestían, mostrando el culo y las tetas a todo el que estuviera a su lado, ya que las niñatas eran unas calienta braguetas, que lucían sus cuerpos sin gota de pudor.
Mi vecina me sugirió que podía hacerme el traje de novia en el taller de su amiga. El taller de alta costura de Luisa, estaba situado en la zona más selecta y céntrica de Madrid. Cuando entré con mi vecina en uno de los días de la prueba al taller, me pasaron sin demora al probador, que no tenía puerta, ni siquiera una cortina, para proteger la intimidad de las clientas, cosa que me extraño bastante.
– Desnúdate, guapa – me ordenó la modista.
Miré a mi vecina y con un gesto, ella confirmo lo que me temía. Debía de obedecer a la modista y aunque ambas me dijeron que no temiera nada, porque allí no había hombres que pudieran ver mis encantos, me costó muchísimo el despojarme de mi jersey, blusa y pantalón, quedándome en bragas, sujetador y medias. No sé si fue imaginación mía pero las dos mujeres pusieron caras de viciosas al verme así tan ligera de ropas y eso me dio mucho miedo, porque jamás había protagonizado otra situación semejante y no sabía, por lo tanto, que hacer.
– Necesito ver como tienes las tetas y la forma y tamaño de tus pezones – me dijo Luisa.
– Ya lo has oído, Marta, quítate el sujetador para que te pueda diseñar el de fantasía que pondrá a tu marido loco de deseo.

Cuando mis pechos desnudos, redondos y pesados se quedaron al aire, sentí un pudor insoportable al notar la excitación de Carmen, mi vecina y de Luisa, cuyas manos amasaron mis senos, sobándolos sin miramientos, notando que se me ponía la carne de gallina y que al mismo tiempo que se me enderezaban traviesos los pezones, se mojaban mis bragas del placer que esa lesbiana sin escrúpulos me proporcionaba. Fue Carmen la que me bajó las braguitas, sin que yo pudiera oponer resistencia. Inconscientemente les mostré mi pubis poco poblado de pelos rubios y la imagen obscena de mi vulva.
Pese a mi edad tenía el coñito de una niña o de una muchacha joven, luciendo unos labios finos y alargados de un bonito color rosa, que parecían muy apretados en torno a mi raja, mientras que mi clítoris, bastante desarrollado, se asomaba bajo mi escaso vello. Cuando las dos mujeres me abrazaron, me dejé hacer. Bebí sin rechistar un cóctel explosivo que me dieron y luego otro más, notando que mi mente se oscurecía mientras se doblegaba mi voluntad. Estaba borracha o… Al mismo tiempo que me sentí flotar, noté un placer increíble en mi bajo vientre, percibiendo que un río de flujo manaba incesantemente de mi coño, proporcionándome una relajación superlativa.
Mientras que Carmen, se ponía en cuclillas detrás de mí, para magrearme las nalgas rollizas, separándolas con ambas manos, Luisa me acarició entre los muslos, metiéndome de improviso un dedo en mi chocho chorreante, lubricando con mi flujo la zona próxima al ano. Yo, incapaz de resistirme, como una muñeca sin voluntad, me retorcí de placer, sin darme cuenta de que era un juguete a merced de esas dos viciosas del sexo. Al fin Luisa me metió el dedo en el esfínter anal y me hizo mucho daño, provocándome unas sensaciones dolorosas pero que, de repente, se tornaron en placenteras. Luego me dijeron que me tumbara en la moqueta del probador para lamerme. Luisa, la modista, se sentó a horcajadas sobre mí y sin darme cuenta, nos encontramos haciendo un sesenta y nueve femenino, obsceno y degradante, especialmente para mí que hasta que fui a ese taller, era una muchacha virgen y honesta, puritana convencida, pero que jamás había disfrutado tanto como en ese día de mi deshonra. El sexo, caliente y peludo, de la modista, rozó mi boca y lamí sus carnes íntimas de color rosa crudo, que ella llevaba pringadas de humedad, y también le chupé, sin saber porque, su ano oscuro y carnoso que palpitaba, por los estímulos, entre una mata de vello oscuro y sudoroso.

Abrí los muslos y su lengua recorrió mi raja en toda su longitud, separando mis carnes humedecidas por mis jugos femeninos, que brotaban incesantemente. Casi me desmayé cuando Luisa me puso la boca alrededor del botoncito de mi clítoris y lo succionó como si fuera una golosina, en forma rápida e insoportable. De repente me abandoné a mi goce, soltando un sinfín de caldos, de forma similar a cuando orinaba. Inesperadamente Carmen, sacó de su bolso un consolador realista y espectacular, enorme, hecho en un material que imitaba el pene salvaje de un hombre. Se lo ciñó con una correa a la cintura y lo colocó sobre mi sexo. Noté como me desgarraba la vagina y pesé el dolor que me proporcionó, me abrí sumisa y obediente, hasta que ocultó con su amplia base, mi recién horadada abertura femenina. Me jodió como un semental y me olvidé de mis prejuicios y del himen desgarrado. Carmen se tendió sobre mí, que yacía sobre la moqueta del probador agotada por la sesión de sexo que me habían regalado. Sin embargo, cuando ella puso, en sus vaivenes, las manos bajo mis nalgas, aullé de placer y agitando frenéticamente mi pelvis, gocé a tope, sin límites.

Sentí a Carmen besarme los labios, darme su lengua y tras meterme una vez más ese enorme consolador en mi coñito, su pubis se pegó al mío, mientras que ella contrajo las piernas y las nalgas, a fin de ejercer sobre mí una mayor presión en el acto sexual. Como la base del consolador le oprimía su clítoris, no tardó en correrse como una loca.
Varios meses después de ese día, ya casada, como mi marido no me satisface lo suficiente, suelo ir todas las tardes al taller y allí disfruto con mis dos amantes. El amor lésbico me parece, desde entonces, más satisfactorio que el heterosexual. Quizá sea por no haber encontrado un hombre que sea capaz de devolverme el orgullo de sentirme muy mujer.
Un beso para todos.

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