Relato erótico

Cuernos con gusto

Charo
6 de diciembre del 2018

Se confiesa cornudo consentido y también sumiso, gozaba viendo como su esposa disfruta a tope con su amante mucho más joven que ellos y muy potente. Para su placer hace de voyeur y de palanganero.

Ramón – VIZCAYA
Hace tiempo que he aceptado y disfruto de mi papel de cornudo. Ver a mi mujer feliz y satisfecha me complace mucho. Estaba tumbado en la cama, esperando a mi mujer y deseando que me regalara un poco de atención. De pronto entro como un torbellino y dijo:
– ¡Grandísimo cabrón! – espetó mi mujer antes de levantarse la falda, trepar a la cama y posar su rolliza grupa sobre mi rostro congestionado mirando anonadado viendo como alargaba la manos para continuar frotándome la verga.
Creí ahogarme en un principio, bajo las nalgas separadas que cubrían mi rostro por completo, cegándome. Mi nariz atrapada en la raja que se abría entre ellas percibía la más extensa variedad de aromas femeninos y masculinos que resultaban enloquecedores y cada movimiento de su manecita de seda, cada golpe de muñeca que ahora me atizaba aliñando mi polla, que parecía tirara de mis caderas como si me estuviera ella moviendo por hilos como a una marioneta. Los olores que inundaban mis sentidos se intensificaban y digo sentidos en plural porque aparte de mi pituitaria también me escocían los ojos por todos aquellos caldos.
Juana se desplazó un poco más abajo, de modo que una mata de sus rizos pringados, apenas ocultos por la braguita, cayó como una cascada perversa sobre mi hambrienta boca. A través del algodón empapado sentía los suaves labios de su preciosa flor, que se pegaban como una lapa a mis propios y sedientos labios. Mi esposa, como una dama perversa, se inclinó hacia adelante, aferró la base de mi miembro, esta vez muy viril, y se introdujo el enrojecido capullo en la boca.
Al cabo de un largo rato más, quedé tendido en la cama exhausto, derrumbado como una muñeca rota, aunque de vez en cuando me levantaba de la cama y me restregaba la boca para limpiarme los labios y después el rostro entero de los restos del abundante, salado y cremoso líquido.
– Quédate aquí donde estás, Ramón. Volveré a ocuparme de ti más tarde – me anunció ella antes de abandonar mi cuarto e ir a la habitación de Andrés.
A partir de aquel inusitado episodio, Juana se ha hecho cargo de todo y al parecer yo lo apruebo sin nada de reservas. Ella me visita en mi habitación más a menudo, con más frecuencia ahora, y la mayoría de las veces Andrés nos da la espalda ensimismado en la contemplación del paisaje que se disfruta a través de mi ventanal.
Sin atreverme a rechistar dejé que Juana me condujera a la cama y me desabrochase el pantalón para cogerme la polla adormecida.

– ¿Vas a ocuparte de Ramón hoy también, Juana? – preguntó Andrés con voz lánguida, sin volverse a mirarnos mientras hablaba sin dejar de mirar por la ventana.
– Sí, si te parece bien, rey mío – le contestó Juana.
– Por supuesto, pero no tardes, con dos meneos de muñeca te basta, princesita mía. Tengo muchas ganas de hacértelo para que nos mire y aprenda.
A continuación yo, preso ya de temblores convulsivos por la excitación, me tendí en la cama y Juana, tras recogerse la falda del vestido, se situó en la postura que más le apeteciera, bien de espaldas y con las piernas levantadas, bien a cuatro patas y ofreciéndome su seductor orificio trasero. En cualquier caso procuré no derramar de inmediato mi virilidad líquida por muy urgente que fuera mi deseo.
Habían pasado diez días del anterior viaje a la nieve y Juana, mi esposa, le guardaba la ausencia a Andrés, su amante. Yo le pregunté el por qué y me contestó que porque él se lo había pedido por estar con su mujer la nochevieja.
– Un hombre excitado dice muchas cosas que demuestran cierto egoísmo, Juana, tú lo sabes bien – le contesté.
– No estaba excitado cuando me lo pidió – me replicó – ¡El que está ahora excitado y bien salido, eres tú, lameculos!
– Ah, ¿es qué ya se había corrido por entonces? – repliqué al observar el rubor que se esparció por las bellas facciones de mi mujer.
– ¿Es qué tenemos que hablar siempre de las mismas cosas? – me preguntó Juana enojada.
Cacé al vuelo la ventaja que me proporcionaba su última pregunta. Sin Andrés una semana no había obstáculo alguno para los pequeños juegos que ella me había prometido y la alenté rodeándole la cintura para obligarla a volverse hacia mí.
– Estás intentando sobornarme otra vez – murmuró Juana antes de lanzar un leve gemido de placer, o de asco, al sentir mis manos sobre sus pechos.
– En absoluto, cariño, porque este asunto nos reportará beneficios a los tres ¿Es que no quedamos de acuerdo con él cuando nos vio corriéndome dentro de ti? – le dije.
– ¡Oh, asqueroso, no me lo recuerdes!
Pero Juana me abrazó también, aunque sin levantar los bonitos ojos para mirarme. Yo esperé pacientemente. El abrazo de ella revelaba que estaba a punto de dar su conformidad. Por fin, al cabo de unos instantes, escuché las confortables palabras que deseaba oír.

– Haz lo que quieras Ramón, ¡eres un cabrón!
– Esto… yo… amor mío… – tartamudeé con asombro y como estoy acostumbrado a obedecer y callar, agité las manos en un ademán de confusión e impotencia.
– Desabrocha primero los botones de mi espalda, no quiero que me arrugues el vestido – me ordenó Juana, la cual había vuelto a adivinar las debilidades de mi carácter.
Echó atrás la cabeza para acentuar la prominencia de sus senos mientras sentía en su espalda el revoloteo de mis ágiles dedos. Desabroché del todo los botones y al terminar, Juana sujetó la prenda suelta con sus manos y me miró fijamente diciendo:
– Espera, maridito.
Yo conocía a la perfección este tipo de orden y me pasé la lengua por los labios, relamiéndome de gusto con un gesto algo nervioso, sin perderla de vista ya que en aquel instante se bajaba del todo el vestido y quitaba el sostén descubriendo sus hermosos pechos, coronados por pezones cónicos y oscuros. Juana alargó sus manos para tomar las mías y llevarlas hasta aquellas tetorras de las que está tan orgullosa.
– Ramón, ¿te tocas? ¿Juegas con tus partes? -me preguntó de pronto y ante mi prolongado silencio repitió – Que si te la meneas, ¿o es que no me oyes? Sí que lo haces y con frecuencia, ¿verdad?
– Sí – grazné sin mentir.
Posó sus manos sobre las mías, se volvió lentamente de modo que yo pudiera seguir aferrando sus senos y levantó una rodilla para colocármela entre las piernas. Yo me limité a sacudir la cabeza incrédulo y confuso.
– Ah, claro, ya me lo temía, pero lo quería escuchar de tu propia boca, porque ahora no estás a solas y delante de una mujer complaciente, ¿verdad? ¿De qué te sirvo si no te ofrezco siquiera el trasero?… Vaya, vaya ¿qué tenemos aquí? -prosiguió Juana al desabrocharme la bragueta y sacar mi miembro que apenas se estaba desperezando de su letargo-.
Juana me lo cogió de un zarpazo encerrando mi “gusano” en su mano mientras observaba con superioridad manifiesta mi inmovilidad, ya que me había enseñado a permanecer quieto y admirar únicamente el perfecto triángulo que se formaba en su bajo vientre.
– Ramón, quiero que veas como se mueve mi manita adelante y atrás, mira fijamente – me exhortó mi queridísima Juana.

Contemplé fascinado las idas y venidas de la delgadita muñeca de mi esposa a lo largo de mi endeble miembro empapado de mis jugos. Después se tendió junto a mí, arrepentida de su osada conducta, aproximó su rostro al mío y me preguntó en voz baja:
– ¿Te gusta, lameculos?… ¡Cornudo!
Mi cabeza comenzó a moverse en todas direcciones cuando el placer me invadió en borbotones de esperma caída sobre mi polla estremecida.
Saludos.

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