Relato erótico
Cuernos comprensibles
Quiere explicarnos que es un cornudo consentido, no solo, lo ha aceptado y disfruta siéndolo. El amante de su mujer le cae bien y reconoce que a veces le envidiaba su considerable “herramienta”.
Mario – Pontevedra
Quiero contaros lo que en la actualidad, es mi vida, una vida de marido cornudo y consentido. Cuando llegué a mi casa, después de los ejercicios matinales, vi su figura dormitando en la terraza. Era un tío de brillantes cabellos oscuros y lisa piel bronceada, a pesar de lo avanzado del otoño. Contemplé a placer la mayor parte de su cuerpo, pues estaba tan desnudo como el día que nació. No hablé. Apenas me atrevía a respirar. Acostado de bruces, recibía los rayos solares en su robusta espalda, que parecía brillar, y su culo era el más soberbio que había visto yo en la vida. Mejorando incluso el de mí esposa. En su rostro, vuelto hacia mi, apoyado en sus musculosos brazos, había una sonrisa traviesa y burlona, como si supiese que estaba siendo admirado pero no quisiera demostrar que lo sabía. Por increíble que parezca este hombre era el querido, amante o protector de mi esposa.
Un poco menos joven que ella y con un aspecto duro y viril. No pude evitar pensar en su polla. Pero me arrepentí. Mis pensamientos eran demasiado escandalosos. Lo que hice fue imaginarme que se volvía, se la acariciaba con movimientos perezosos y se le ponía dura enseguida. Justo mientras pensaba esto, vi que abría los ojos. El auténtico macho de mi mujer, se estaba levantando.
Tenía ante mi todo un hombre hecho y derecho, un hermoso y robusto ejemplar adulto, con una larga y gordísima polla que se balanceaba entre sus muslos y que aún estaba medio endurecida, a pesar del ajetreo nocturno que había llevado.
– Discúlpame – me dijo al verme – Pensaba que no vendrías hasta la hora de comer.
Su voz era tan masculina y hermosa como su polla, cortés y suave, pero muy sonora, grave, imperiosa.
– Acabo de llegar del gimnasio – dije – He hecho los encargos en el súper y pensé que ya os habríais levantado los dos, pero veo que ella todavía sigue en los brazos de Morfeo, a las once.
– Te ruego que me perdones – volvió a disculparse, aunque no hizo el mínimo ademán de vestirse – Mañana voy de viaje y hemos aprovechado bien esta noche para desquitarnos. Estaba bronceándome un poco echando una siestecita reparadora.
No pude apartar la mirada de su cuerpo. Es una auténtica belleza a pesar de rozar los cincuenta. Es total y absolutamente hermoso, con el cuerpo de un atleta y el rostro de un ángel, como dice mi esposa. Su polla es de una insuperable masculinidad y se había alzado como un grueso garrote oscuro y nudoso. No me extraña en absoluto que mi mujer esté loca por él.
– Siento mucho esto. – murmuró entre dientes, bajando la mirada hacia su admirable apéndice – Pero tengo que despertar, con mi batuta, a esta dormilona y recalcitrante puta.
– Bueno… está bien… – farfullé como un robot, deseando decirle lo mucho que me gustaba su decisión y que le diera a mi esposa semejante tesoro siempre que quisiera.
– Voy para adentro… – respondió inclinando la cabeza en un respetuoso gesto que resultaba fuera de lugar con una erección de aquel tamaño.
Tuve que admirarlo de nuevo, no sólo por la belleza de su cuerpazo, sino también por su falta de inhibición. Casi todos los hombres que conozco estarían rojos como un tomate intentando cubrirse con algo, pero no mi sustituto con el culo y atributos al aire. Permaneció inmóvil delante de mí, en toda su gloria trempante, y yo me sorprendí deseando con todas mis fuerzas acercarme a él y tocar aquel torpedo que iba a traspasar las entrañas de mi consorte.
– Bien, será mejor que me vaya… me urge… – dijo con un tono de voz tan impasible y pícaro como su actitud – No quiero molestarte más ni hacerla esperar.
Ha sido una molestia muy agradable, pensé mientras contemplaba el lánguido bamboleo de su pollón cuando se inclinó, con grácil agilidad, para recoger su albornoz. Nunca había pensado que ponerse un albornoz fuera tan excitante como quitárselo, pero ver un tiarrón tan bien hecho, cambió mi idea. En especial con una erección tan descomunal dentro del inmaculado albornoz. El amante de mi mujer se limitó a sonreírme, con el mismo tipo de sonrisa que engatusaba a ella, y casi hizo que mi polla echara humo.
– Será mejor que la folle otra vez antes de comer, ¿no? – dijo, sin inmutarse, el campeón.
Se llevó los dedos a la frente, igual que si me hiciese burla, y un instante después, antes de que yo pudiera abrir la boca y protestar, se alejaba de mi para internarse en el dormitorio. Sus largas y ágiles zancadas le hicieron desaparecer tan deprisa que me pregunté de dónde sacaba tantas energías. No dudaba que él sería capaz de despertar a mi esposa de su letargo y de llegar a todos los lugares que yo no puedo alcanzar. Bajo su vientre, en la entrepierna, entre la redondez de sus nalgas…
Me imaginé como se ocupaba de estas zonas de tan fácil acceso para él y tan vedadas para mi, que su cipote palpa y las llena de placer, calor y perlas blancas. Casi sentía como se deslizaría sobre su piel, se introduciría en su coño y jugaría con los pliegues olorosos de sus sonrosadas mucosas. Le metería su muñecote grueso y lo movería hasta obligarla a gemir de puro placer. Aún recuerdo el día en que él se separó de su esposa para venir a vivir con nosotros. Era una situación que, en un principio, no me complacía demasiado pero mi esposa lo estaba pasando muy bien últimamente, con él por supuesto, y yo deseaba ya lo mismo que ellos, que nuestra nueva vida fuera la experiencia más deliciosa posible. Aquí estaba pues el hechicero de mi mujer, alto, nervudo y musculoso. ¿Qué mujer con una gota de sangre en las venas no lo hubiese acogido siendo un Adonis deliciosamente guapo y bien formado? No necesitó mucho tiempo ella para tomar una decisión.
– Sí, claro, adelante, considérate nuestro invitado – dije señalando el dormitorio matrimonial – Yo dormiré en el cuarto de los huéspedes, podéis quedaros hasta la hora que queráis en la cama que no os molestaré.
– ¡Muchísimas gracias! – exclamó él.
Pensé que se lanzaría sobre ella para abrazarla y besarla como otras veces y la verdad es que me hubiese encantado que se lo hubiera hecho allí mismo, en mis narices, pero no fue así. No lo hizo en aquel momento, plenamente consciente de que me faltaba muy poco para que me cayera la baba. Vistos tan de cerca eran espectaculares y la perspectiva de tenerlos junto a mí durante toda la vida resultaba embriagadora.
Por supuesto, apenas se volvieron a mirarme saliendo por el pasillo hacia el dormitorio, fue encantador de veras. Mi mujer se despidió, con una sonrisa tan dulce, acompañada por la cálida ternura de sus ojos oscuros, que mi estómago y mi polla se derritieron y de repente, el llevar cuernos, ya no me pareció de pronto tan soso y aburrido. Quedé empapado y el delgado algodón blanco de mis calzoncillos se adhirió a mi entrepierna como una segunda piel. Me estremecí de un modo sensacional al ver el cuerpo joven y hermoso de mi mujer que iba a ser acariciado y follado por aquel percherón tan bien plantado. También descubrí que tengo ciertas tendencias latentes que salieron a relucir porque experimenté un tremendísimo placer, a la mañana siguiente, lamiendo el coño de mi esposa después de que el hombre en cuestión hubo descargado dentro todos sus abundantes jugos vitales.
Para ello me concedieron todo el tiempo que quise. Incluso un día llegué a acariciar su polla y otro, con ciertas trampitas, dejó de producirme reparo introducirme su endurecida herramienta en la boca. Hace poco miraba a mi mujer al otro extremo de la sala. ¿No es feliz, no está radiante, no forman una pareja estupenda ese macho y ella?, pensé. ¿Por qué no voy a gozar yo también un poco con ellos si mi mayor satisfacción consiste en verles realizar sus numeritos? A él lo considero un gran experto. Murmuró él unas palabras al oído de mi consorte y abandoné el sofá a fin de situarme en un punto del comedor y observar lo que iba a ocurrir en unos instantes. Mientras me sentaba en una silla, frente a su sillón, el tiarrón se le había acercado y le había quitado las bragas por debajo del vestido. También la había descalzado de su zapato de charol, de tacón alto, para que yo procediese a darle chupadas al dedo gordo del pie.
Su uñita lacada me produjo un cosquilleo exquisito en el paladar, al tiempo que se me erizaban instantáneamente todos los pelos y se me empinaba la polla. Cuando él levantó la pierna de mi mujer yo, en el suelo, pude contemplar su chumino lleno de polla, su coño ocupado por completo. ¡Era un acoplamiento perfecto!
Mientras yo dirigía mi cabeza, desde su pie, hacia el vértice rosado de los muslos femeninos, ellos continuaron con su follada. Volví la vista hacia ellos y les dirigí una mirada significativa. ¿Qué tengo que hacer? Esa era, evidentemente, la interrogación que llenaba mis ojos. Incliné la cabeza, saqué la lengua cuanto pude y la deslicé alrededor de mis labios primero, en un gesto de que “aquello” era lo que le iba a hacer a los peludos labios de ella. Sacudí afirmativamente la cabeza y me ordené en mi fuero interno:
– Sí, hazlo, esta es mi oportunidad para convertirme en un perfecto marido cabrón.
Entonces, tras mirar a ambos con una amplia sonrisa, me zambullí en la desnuda entrepierna y la emprendí a lametones con los dos, disfrutando a todas luces de mi primera baja al repleto pilón. Había dejado de pensar en mi reciente y ardiente mamada tan apasionada al dedo gordo del pie de mi mujer, para concentrarme en aquel vástago tan sofocado que continuaba entusiasmado con sus tarascadas de pistón demoledor. Cuando llevaba cosa de doce minutos de fervor lingual y olfativo les dije, después de que me apartara de abrevar aquel suculento pilón:
– Bueno, me basta ya de momento, ahora os dejo solos. Creo que he encharcado bien la raja que ha acogido semejante cetro…
Observé los procesos que él le iba haciendo, poco a poco, en el chocho hasta que, en el último pero no el menos importante, se salió de su coño.
– Ahora me toca a mi – me dijo él – Ahora tienes que hacérmelo.
Fue absurdo, pero fui a gatas por el piso, con los pantalones puestos mientras ellos estaban desnudos, salvo algunas cadenas o piezas de joyería. Me lancé, ávidamente y con mi lengua cálida, a lo que tanto tiempo llevaba ansiando. Tragué su polla e inicié la felación mientras él le lamía la polvera a mi mujer. El cetro no tardó en encontrarse a punto de estallido y le dije, sacándomelo de la boca:
– ¡Alto, tíratela otra vez!
Me complació y pude ver de nuevo como los dos amantes gozaban hasta el orgasmo a pocos centímetros de mi cara.
Me gusta ser un cornudo y volveré para explicaros más “aventuras” vividas.
Un beso.