Relato erótico

Compenetrados

Charo
24 de marzo del 2020

Sabía que ella tenía un noviete y él tenía pareja pero, había una atracción entre ellos que no podían dejarla pasar.

Ignacio – Bilbao

Era justo que ella pretendiera olvidarme, a fin de cuentas, ambos teníamos pareja. Ella estaba empezando con la suya y merecía la oportunidad de discernir libremente, sin presiones, si era el chico de su vida, el que quería para conformar una familia, o no. En cuanto a mi pareja, bueno, estábamos demasiado consolidados. Respecto a esta chica, pretendía creer que era un caprichito pasajero, un soplo de aire fresco para alguien que, como yo, ni tenía demasiado tiempo para salir con chicas, ni era ya tan joven. Su juventud, su ímpetu, su pasión, me habían hecho sentir un poco más vivo, mi afecto por ella nunca fue simulado, pero parecía que había llegado el momento de normalizar nuestras vidas. Ella se había ido con sus padres unos días a la playa, y pese a que al irse todo eran muestras de amor, en nuestro interior sabíamos que nos convenía olvidarnos el uno del otro. Por ello, en todo ese tiempo solo hubo una llamada y un par de mensajes al móvil, y más fríos que otra cosa. Cuando me dijo que volvería a casa, ese fin de semana me quité de en medio, no hice por verla.
No sé bien que quise demostrar con eso, pero supongo que algo así como que si ella tenía un motivo para no verme, yo tenía otro igual o incluso mayor para lo mismo. Y ese lunes, creo que nos buscamos en internet. Cuando me conecté ella estaba allí, sin hablar, parecía que estaba esperando a alguien, a mí. Rápidamente entablamos conversación, saludos cariñosos enmascaraban esa otra forma de hablarnos más directa, más incisiva que habíamos tenido tan solo dos semanas atrás. Reconozco que fui yo el que rompió el hielo al preguntar por Hugo, su recién estrenado noviete, pero como ella contestó que lo vio durante todo el fin de semana y que cada vez se sentía mejor con él, no dije nada más. Tras quince minutos de charla irrelevante, ella me lanzó un dardito de esos que te hacen tambalear, lo soslayé y dejé pasar sin mostrar demasiada afección. Ella, debió acusar el golpe por mi actitud lacónica, porque un rato después el dardo que me volvió a lanzar fue de esos de los que no sale inmune ni el más pintado.
Así que tuve que afrontarlo. Y es que ya se sabe, es inútil tratar de comprender a una chica y oponerse a ella cuando está decidida por algo. Así que me dejé llevar al principio, para tomar la iniciativa después. ¡Qué locura! Me confesó que ese fin de semana había pasado a algo más con Hugo. El viernes noche habían ido a un descampado por primera vez, y que en el coche se habían masturbado mutuamente. Tanto les gustó que repitieron el sábado, ambas veces ella había recibido su semen en la mano. Él le provoco sendos orgasmos, el primero con sus dedos, el segundo rozándole el pene en su vulva, sin penetración.

Era terriblemente excitante todo lo que me contaba. A mis furiosos ataques, ella respondía a nivel adecuado, con absoluta lubricidad y malicia. Sin embargo, en la parte de mi cerebro que aún era racional, pese a que cada vez lo iba siendo menos, yo sabía que algo no encajaba. Que no todo fue tan bien en esas noches como parecía.
– Sonia ¿por qué no hubo penetración?
– Porque aún es pronto Sergio.
Sí, es posible, pero en nuestra segunda vez de intimidad con ella, yo ya le hice de todo, por lo que no me lo terminaba de tragar.
– Dices que no hubo sexo oral. Pero si te encanta.
– Sí, me gusta mucho, pero con él todo es menos apasionado. No me vuelvo tan loca y por lo tanto controlo más.
Seguía sin cuadrarme, pues era de las chicas, si no la que más de todas las que conocí, que antes perdía el control. No era figurado el decir de ella que su pasión anulaba su razón en el más amplio sentido de la palabra. Ella era como la había conocido, y sin embargo sin tanta pasión se había llegado a correr dos veces con Hugo. Me sentí molesto pues o me mentía piadosamente o me mentía para darme celos.
– Pues así controladitos, más se disfrutan los orgasmos, ¿no?
Le dije con cierta ironía no exenta de algo de verdad. Ella se percató enseguida de mi molestia, así que comparó los orgasmos de ese fin de semana con los poco más de la docena que había tenido conmigo. Se sentía bien tratando de conseguir que yo estuviera feliz, alegre, y a fe mía que lo conseguía. Tenía 25 años y ya sabía cómo tratarme, como manejarme. Me encendió, jugamos, nos confesamos nuestro estado y volví a volar en las nubes del deseo, lejos de lo terrestre. Le propuse vernos a la tarde siguiente y pese a que ella tenía planes, entre otros el de ir al cine con su novio, lo arregló para verme. Nos veríamos en mi oficina, que en verano suele estar cerrada por la tarde. Solo puso una condición, ambos intentaríamos que no pasara nada… Al día siguiente la llamé, reímos y nos pusimos de acuerdo en la hora. Ella decía estar arrepentida, pero iría. A la hora convenida le abrí la puerta, ya estaba allí y era mía por fin. Sin embargo, reconozco que me sorprendió lo determinada que parecía estar a no hacer nada.
Me rechazó que le cogiera la mano, que le pasara el brazo por el hombro, incluso el de apoyarle la mano en la cintura al darle paso, o estar muy cerca de ella, ¡no me lo podía creer! Me exaltaba cada vez más. En ella notaba una lucha interior, unos sentimientos que le hacían cerrar los párpados como diciendo “¡Dios mío, dame fuerzas para aguantar!”, pero yo también luchaba lo mío.

Veía como la tenía allí, bronceadita, con una camiseta escotada rosa y un pantalón finísimo color hueso. Arreglada para la ocasión y vetada para mí. Cuando fui a mostrarle unos papeles y acercar mi mano a ella, la miré a los ojos y con dos dedos le hice la tijera sobre el pezón. No llevaba sujetador, eso era bien visible. Ahora la sorprendida fue ella, el tiempo que tardó en reaccionar fue suficiente para que su botoncito creciera considerablemente y se encajara entre mis dedos perfectamente. Pasados unos segundos y con cara de auténtico sufrimiento, exclamó casi rogando:
– No, no, Sergio, por favor, no.
Se retiró hacia atrás y mis dedos perdieron la presa no sin intentar retenerla y notar como su pezón se estiraba por quedarse en ellos, hasta que la tensión hizo que se alejara de golpe. Reaccioné pronto y me eché sobre el respaldo de mi silla a su vez. La miré fijamente y le dije:
– ¡Ven!
Se negó.
– ¡Ven o voy yo para allá!
– ¿Para qué?
– Para sentarte en mis piernas.
– No, que volverá a pasar.
– ¿Voy yo?
Y vino. Se levantó refunfuñando, pero sus pasos eran dóciles, esa es la palabra. Es como si su mente no quisiera, pero una fuerza mayor la guiara. Se sentó en mi pierna y nos besamos. Al poco sus gemidos, denotaban que empezaba a perder el control, y el tamaño de sus pezones… Cuanto deseaba lo que estaba haciendo. Mi sillón era cómodo, pero no demasiado para dos personas. Fuimos a la sala de espera donde había dos sofás, nos sentamos. Allí con peticiones suaves pero firmes y caricias y besos, fui quebrando el resto de resistencia que aún tenía. Se quedó en braguitas, unas de color blanco y la hice sentar sobre mí. Mi bulto patente bajo mis finos pantalones de verano, pronto fue como el rail donde se encaja la rueda de un tranvía.

Ella acomodó su carne de la entrepierna y tan hinchada la tenía de la voluptuosidad alcanzada, que la mitad del rail desaparecía por la carne que se extendía a ambos lados. Como se movía, describirlo es casi imposible. Solo puedo decir que quise sentir más su contacto y me quité el pantalón, y al poco ambos la ropa interior.
Así pasamos un buen rato, yo sentado desnudo de cintura para abajo y la camisa desabrochada, y ella completamente desnuda sentada a horcajadas sobre mí. Cogiéndola de su trasero, separándole las nalgas o apretándolas siempre, y con la boca de vez en cuando, mordiéndole los pezones si pasaban cerca. Sonia no aguantaba más, se elevó, sujetó mi pene alineándolo hacia arriba y se dejó caer. Yo le dejaba hacer y no me molestaba en absoluto que mi glande chocara con sus labios mayores torpemente o que encajado en su entrada de la vagina, por su posición no pudiera introducir mi miembro mucho más allá del glande. Lo sacó, nuevo intento. Con el glande dentro se movió esta vez circularmente, como para que sus fluidos fueran embadurnando las paredes de mi pene poco a poco, como si fuera una tuerca que gira sobre el tornillo. Mi trasto duro como una piedra se movía en su base y provocaba un dulce movimiento testicular, cerré los ojos para sentir mejor como esa polla iba perforando un agujero apretadito que cada vez tragaba más carne.
Ella, ahora en silencio, solo emitía sonidos guturales suaves. Casi podíamos oír el susurro del roce maravilloso que se estaba produciendo abajo. Mi miembro entro del todo y empecé a moverla. Su poco peso ayudaba bastante a que, a pesar de estar ella encima, se moviera a mi gusto. Seguíamos en círculos, pero esta vez en un agradable entrar y salir. Nunca salía mucho, más bien la mitad. Y cuando ella bajaba, todo lo engullía. Empezó a exigir más ritmo y a decirme que era un cabrón que la volvía loca. Que tenía la polla más hermosa que ella viera jamás, y que solo quería ser mía, a mi antojo. Me pidió que le golpeara las nalgas, y lo hice. Nada más en la primera, solo en la primera, pegó un grito, se vino hacia delante, se echó sobre mí y se derramó en un largo, violento e intenso orgasmo. Dejó de moverse y yo seguía empujando y la elevaba desde su cuello del útero o donde chocara mi polla, que no lo sé bien. Se estaba relajando y yo iba parando de empujar, al final abrió los ojos, me miró y sonrió.

– Sergio, no sabes lo que he sentido. ¿Te has corrido?
Negué con la cabeza.
– Mejor, porque ahora más tranquilamente, quiero disfrutarte a mi gusto.
Dicho esto, se incorporó sin dejar de mirar mi polla, la cogió suavemente entre sus manos y lentamente se sentó a mi lado. Se tiró con decisión a él. Es increíble experimentar como la boca, la lengua de una chica, va limpiando su propia corrida impregnada en el pene de quien se la provocó, a Sonia no le importa, siempre dijo que le gustaba mucho su sabor. Mi vientre, mi pubis, mis testículos, mis ingles, mi miembro… Nada dejó de besar, de lamer. Era maravilloso sentir los movimientos de su cabeza para posicionarla adecuadamente, para tragar lo máximo de polla posible. Bajaba mi miembro hasta ponerlo horizontal y desde arriba ponía su boca en la misma línea de su garganta y empujaba hacia mí. Entraba mucho, pero no toda. Ella repetía admirada una y otra vez, lo grande que la tenía que no podía conseguirlo del todo. La miraba y la lamía entonces desde abajo a arriba, y cuando llegaba al extremo, aplicaba cerradito sus labios y chupaba fuertemente haciendo ventosa sobre mi uretra, mientras intentaba meter en ella su punta de la lengua.
Mis manos acariciaban su pelo, su espalda que quedaba junto a mi cara, su trasero. Su ano lo había desvirgado yo, y misterio de la naturaleza, nunca se quejó de lo que le hacía. Metía un dedo sin problemas y al poco, dos o tres en un ano tan mojado como su vagina. Todo lo más emitía gruñidos, más de gusto parecía que de dolor. Sonia tenía un trasero pequeño, delgado, pero con muchas curvas. Todo ello pronto acabaría en una explosión blanca sobre su boca, y no quería eso, quería correrme en su interior. La aparté y de rodillas sobre el sofá como estaba, la giré para que me diera la espalda. Me puse de pie en el suelo tras ella, le levanté con mi mano su coño, lo miraba mientras lo acariciaba y la visión sin obstáculos me descubrió que nivel de excitación tenía. Sonia tenía un sexo algo distinto al común de los que yo había tenido la dicha de conocer.
Cuando se excitaba, su sexo se inflamaba y su raja crecía. Se le añade que el rosa se tornaba más intenso sobre el negro de su vello, que cuidaba mucho. Bajé la cabeza y la apliqué suave sobre ese manantial rojo, tan mojado que pronto cubrió de fluido mi barbilla, mi nariz, y todo aquello de mi cuerpo que situaba cerca.

Su olor y sabor a mujer en celo irracional, enervaba mis sentidos. Me embrutecía hasta un límite casi incapaz de describir. Mi piel tersa en mi sexo hacía que me doliera el frenillo, no podía esperar más si no quería derramar mi esperma en el mármol del suelo y así se lo dije. Ella tuvo la suficiente claridad para preguntarme si tenía condones.
– Alguno creo que tengo en el despacho de alguna vez que sobró.
– Ve a por ellos, te lo pondré y ni cuenta te darás.
Ciertamente, no es que fuera experta, sino que en otras ocasiones habíamos jugado al hacerlo, solía ir lamiendo la parte encapuchada mientras bajaba el preservativo por el pene.
Lo hacía despacio, recreándose. Había conseguido lograr, en esa labor algo ingrata, que mi erección aumentara frente a lo que era normal cuando me enfundaba el condón con otras mujeres, una cierta relajación y enfriamiento. Con Sonia, no, y mi mente aún en esos momentos lo sabía bien. La excitación, pues, volvió a su momento álgido, y le dije:
– Muy bien, iré, pero mientras quiero que te sientes, te abras bien y te toques. Así no te enfriarás. Yo miraré como lo haces y cuando estime oportuno, iré a por los condones. No tardaré nada y a mi regreso quiero verte como aun te tocas.
Ella sonrió, se sentó, abrió sus piernas y se recostó. Su sexo se elevó ofrecido a unas caricias que en seguida obtuvo. Con una mano se lo abrió y con la otra, poniendo los dedos juntos, se frotaba de arriba abajo su clítoris muy rápido. Estaba muy excitada, me di media vuelta y salí de la habitación de espera camino de mi despacho en busca de los condones. Cuando volví tenía sus ojos cerrados, movía sus dedos con violencia sobre su clítoris y gemía. Me quedé mirándola un rato hasta que se dio cuenta. Abrí el preservativo y exclamando su calentura con palabras de perra en celo, se lanzó hacia mí. Me cogió el preservativo, se arrodilló y con sus manos me lo puso, mientras con su boca me transmitía descargas de placer sobre mi sensibilizado glande. Con el preservativo siguió chupando polla, no era consciente de que podía vaciarme en cualquier momento. Tuve que levantarla sin miramientos para separarla de mi miembro, y la empujé de espaldas sobre el sofá. Se puso a cuatro patas, arqueando su espalda y levantando su trasero lo más que podía.
Su coño era sobresaliente, no veía nada más, que no fuera una gran y abierta hendidura rosa, chorreando de lujuria. Me miraba, casi rogando que se la metiera, coloqué mi polla lentamente en su raja, me tomé mi tiempo en magrearle el culo, su ano, mientras la punta rozaba su coño. Ella gritaba de gusto. Se la metí en su vagina suavemente, y arqueando mi cuerpo hacia detrás, embestía con mi trasto hacia delante y hacia arriba. Lo notaba chocar en todos sitios, su vagina asió mi pene como si no quisiera soltarlo nunca. Veía como cedía su piel cuando me retiraba un poco, envolviéndolo, impidiendo que saliera, negándose a dejar libre ni un centímetro de un miembro, que ahora le pertenecía.
A veces cambiaba mi postura para echarme hacia delante y tocar su cuerpo. Sus pechos… los apretaba o pellizcaba sus pezones tirando fuertemente hacia abajo. Al hacerlo, la forma en la que mi polla la follaba, variaba, proporcionándome un placer indescriptible. Mi frecuencia de embestida fue subiendo poco a poco.
Entonces me pidió de nuevo que la golpeara, le encantaba y a mí también. Vi como las nalgas iban enrojeciéndose y casi fue lo último que vi. Sus gritos me anunciaron el acentuado orgasmo que le estaba viniendo y yo perdí la noción de la realidad. Me corrí unos segundos después que ella, y creo que ella aún lo hacía cuando me vino a mí.
Cansado por la adrenalina soltada, me eché sobre ella y le besé la espalda, giró su cabeza y buscó mi boca con la suya. Mi lengua recorrió su interior, su cara, la lamí como si necesitara tomar todo el fluido que emitiese, incluido su sudor. Me retiré y saqué el condón pesado por su contenido, de un pene bien erecto aún. La intensidad del recuerdo me hace obviar los epílogos de la cita. Solo mencionar que le mostré el resto de la enorme oficina, mientras ella, sonriente y callada, no hacía más que refugiarse bajo mi brazo, cogerme de la cintura y agarrar mi polla. Una polla, que según me confesó, siempre la poseería como a una esclava por el resto de los días…
Saludos a todos.

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