Relato erótico
Como fuegos artificiales
Es bisexual, ha estado con otras mujeres y ha disfrutado de la relación pero, aquel hombre que conoció en una cena benéfica la enloqueció. Era bastante más mayor que ella, pero…
Raquel – Barcelona
El que una mujer heterosexual, haga real una fantasía en la que practica el sexo con otra mujer, sin dejar de ser algo raro, se sitúa en el rincón de lo morboso, de lo secreto. Nuestros sueños son sensuales sin pedirnos permiso y sin ruido, pueden aportar esa nota de color que no esperabas en la vida.
Dar más importancia a una vivencia de la que en realidad tiene no es inteligente. Menospreciar lo que aporta a tu vida, tampoco. A veces una se pregunta: “¿Cómo sería besar a esa mujer, tocarla y que ella te toque, el tipo de sensación, de excitación que se generaría entre nosotras? ¿Cómo digeriría yo el ser la una de la otra, a solas, que me sentiría en mi más secreta intimidad? Mis ganas de hacerlo, de estar con otra mujer, ganas que siempre tuve, nunca fueron por el morbo, como algo sórdido. Ni menos por la moda de la desmitificación. No pensé en ello como forma de romper las normas de transgredir. Ni por dármelas de progre y tener algo con lo que fardar y presumir delante de nadie. Tan solo pienso, mi único motivo era la reafirmación de mi propia sexualidad, ser consciente de lo que en realidad soy. Esas experiencias nunca las veré como traumáticas ni como algo de lo que me avergüence ni quisiera borrar o no haberlas vivido. Soy bisexual, lo sé. El sexo con hombres es lo que me satisface plenamente, pero en la mansión de mis deseos hay un rinconcito privado y secreto en el que solo entran ellas…
Aún no había amanecido, la habitación estaba totalmente a oscuras y yo desvelada. La respiración de Carlos, profundamente dormido, resonaba en el silencio como la de un gigante, en el reloj los números verdes resaltaban en la oscuridad 05:45. ¡Qué horror! Aún no eran ni las seis de la mañana y me era imposible reconciliar el sueño, decidí levantarme. Aunque no quería en forma alguna despertar a mi hombre. Me zafé del brazo que tenía sobre mis tetas, pero antes hice rodar la yema del dedo índice de Carlos por mi pezón. Estaba tan dormido que no se daba cuenta de cómo la tetilla se inflamó, endurecida y receptiva.
Estaba desnuda por la sesión de la noche anterior. El picardía morado y el tanga del mismo color aún estaban allí, sobre la moqueta, junto a la cama, testigos secretos de mi sesión de dominación sobre Carlos. Aparté el brazo de mis pechos y lo llevé hasta mi vientre, era un juego increíble manejarle dormido, como un muñeco. Hizo amago de despertar, su respiración se tornó menos pesada y movió ligeramente el brazo.
Ufff, era emocionante. Me estuve totalmente quieta hasta que volvió a caer en un profundo sueño. Entonces moví las caderas, repté, me retorcí lentamente y abrí las piernas hasta que sus dedos colgaron sobre mi pubis, rozando los labios del coño. Me pellizqué las tetas y solté una gotita entre las piernas. No quise seguir, al final lo iba a despertar. Me levanté con cuidado y recogí la ropa interior.
Andando de puntillas, atravesé el dormitorio. La vista desde la gran cristalera se precipitaba desde lo alto del gran rascacielos del hotel, sobre un Madrid que dormía, sin apenas tráfico. Me dirigí al baño. Cerré la puerta (las mujeres podemos ser ciertamente escandalosas cuando meamos), me lavé el coño y culo bien lavados y me enfundé la batita del baño de felpa blanca sobre el cuerpo desnudo. La batita era de mi talla por supuesto, a medio muslo. Me miré en el espejo y comprobé mi atractivo irresistible; a los 23 años no muchas mujeres están feas, pero yo soy de las que está buenísima, o por lo menos eso creo y eso me dicen. Salí del baño, volví a cruzar con cuidado el dormitorio y entré en la sala de estar de la suite. Me hice un café en una de esas cafeteras de cápsulas, crema de leche en polvo y azúcar. Era poco, me hice dos cápsulas más para llenar una taza de las grandes. Abrí el portátil y comencé a revisar los apuntes que guardo en mi nube sobre la carrera. La contabilidad es mi fuerte, apenas tengo que estudiar, todo se me queda con solo leerlo. Marketing es entretenido y me apasiona esa parte, creo que es la primordial para que una empresa se desarrolle como debe, el derecho es un tostón y es en la que más me atasco, pero le dedico mucho tiempo y no voy mal, las matemáticas empresariales son también mi fuerte y la historia de la administración de empresas me resulta curiosa y entretenida. Tengo notas escritas y archivos de audio tomados directamente durante las clases.
Llevaba dos días sin dar ni palo al agua y el martes Carlos se habría ido ya y se me avecinaban un par de durísimos exámenes. Carlos había cambiado mi vida, sí, pero no debía dejar mis estudios, eso no lo contemplaba en absoluto como una opción. En el siglo que vivimos una mujer no es un objeto, debo terminar mis estudios para ser independiente y forjar yo solita mi futuro. Pero la verdad aquel empresario cincuentón había hecho huella en mí y, además, poseía tal fortuna que era impensable hacer como si no fuese así. ¿Quién me lo iba a decir?
La noche en la que cedí a las intenciones de Isabel de ir a la cena benéfica, no esperaba nada ni remotamente parecido. Había hablado con Isabel por el móvil, ella me llamó el día anterior y cuando le expliqué se quedó pasmada. “¡Que hija puta!” me había dicho alucinada “No seas tonta, no le dejes escapar”.
La verdad es que si escapaba sería cosa del destino. Yo ya era feliz con las horas que había disfrutado de aquella experiencia increíble, del sexo, del lujo, de su cariño. Al cabo de media hora llegué a la conclusión de que no estaba el horno para bollos, era incapaz de concentrarme en mis apuntes. Abrí como si fuera una ladrona la puerta y asomé la cabeza al oscuro dormitorio. Carlos casi roncaba, estaba tal y como lo había dejado.
Entre la documentación del hotel que había ordenada en un revistero estaban los extras incluidos en la suite presidencial, uno de ellos la utilización libre de un lujoso y completo gimnasio. Ni corta ni perezosa me fui sigilosa hasta al vestidor, encendí la luz y cerré la puerta. Me puse un tanga de algodón blanco y un sujetador deportivo, unas mayas negras, camiseta sin mangas, calcetines altos y zapatillas de correr. Usé la tarjeta de Carlos para salir, él se había olvidado de pedir otra para mí. Bajé al piso 12, donde estaba el gimnasio, abierto veinticuatro horas al día. Resultó estar desierto. Pensé que era lógico. ¿Quién iba a ponerse a semejantes horas a correr en una cinta o a levantar pesas?
Un chico joven manejaba la máquina de remo; él y yo éramos los únicos habitantes del salón. El muchacho tendría unos 25 años. Me pregunté si sería millonario también; seguro, pensé, y si no lo es él, lo será su padre. Estaba sudoroso y se le veía atractivo y musculado. Hice mis estiramientos, puse en marcha la cinta y fui subiendo la velocidad hasta los doce kilómetros hora, es mi velocidad habitual de entrenamiento en el gimnasio al que voy. Cincuenta minutos en los que corro diez kilómetros, más que suficiente. Lo bueno de correr es que, además de un ejercicio completo y equilibrado para el organismo, te permite pensar y poner en orden tus ideas.
Durante los cincuenta minutos que estuve en la cinta, le di un repaso completo a las horas que llevaba con Carlos, la primera noche con Isabel, las compras de regalo, incluido el coche, la pelea y por supuesto los polvetes. Tenía el coño algo dolorido de tanto uso. Carlos me había confesado que tomaba una de esas medicinas para poner a tono a los tíos. “No abuses” le había pedido cuando lo supe.
Recapacité, definitivamente me había enamorado de aquel hombre que podría ser perfectamente mi padre. La seguridad económica no era un punto a desdeñar, y sin duda influía en su atractivo, pero jamás hubiese tenido una relación así solo por dinero.
Era consciente de que no nos conocíamos en absoluto y que Carlos partiría y estaría ausente muchos, muchos periodos largos de tiempo, por sus negocios. Durante mis estudios había tecleado por curiosidad su nombre en internet y resultó que el negocio de la cadena de restaurantes no era el único. Casi me da algo, el imperio de Carlos se extendía mucho más de lo que yo creía. Ahora me explicaba el regalo del coche. Para Carlos esa suma de dinero era como para mí un par de euros. Además de los restaurantes, poseía más del cincuenta por ciento de la tercera cadena de distribución a nivel mundial y pertenecía al consejo de administración del segundo banco norteamericano, del que poseía una buena tajada de acciones.
En un artículo de un tabloide británico le habían entrevistado. Salía guapísimo, la entrevista era vieja, de diez años atrás, tenía muchas menos canas, pero ahora me resultaba más atractivo. En ella decía que no era amigo de ser conocido, prefería la sencillez de una vida más privada, alejado del ruido de flases y prensa. Sus comienzos fueron humildes en Almería, con un par de locales, pero había sabido adaptarse y tuvo vista para elegir el rumbo. Dejé de leer sobre él. En realidad, prefería ir descubriendo los detalles de su biografía de su propia boca.
¿Por qué seguiría soltero? No debía darle vueltas a nuestra relación. De momento era tan satisfactoria que no era justo intentar preguntarse nada. Decidí que simplemente debía dejarla fluir, como fluyen las cristalinas aguas del deshielo en un arroyo de montaña. Sin darme cuenta había corrido los diez kilómetros y el sudor corría entre mis tetas hasta el ombligo. Carlos permanecía dormido aún, no podía creerlo. Ya habían dado en el reloj las nueve y media de la mañana y por el gran ventanal entraba una luz poderosa, a pesar de estar orientado a poniente. Pensé al verle así, derrotado, que estaba siendo demasiado sexo, tal vez, para su edad. Quité la sabana y a horcajadas me senté sobre él. Carlos fue despertando poco a poco, con mis dientes mordisqueando su oreja. Abrió un ojo y me miró con reproche. No quería despertar.
– Me dijiste que te despertase antes de las diez. Son las nueve y media.
– Hueles a rayos y centellas, ¿qué coño has estado haciendo?
– He ido al gimnasio y he corrido diez kilómetros en la cinta.
– ¡Jesús! A estas horas y ya has corrido diez kilómetros. Desde luego que no puedes negar que eres una niña todavía…
Nos reímos. Quiso atraparme, pero me zafé y hui de la cama.
– ¿No has dicho que huelo a rayos y centellas?
– Venga no seas tonta. Me pone cachondo el olor de tu sudor.
Cerré la puerta del baño riendo y le hablé en voz alta desde el baño. Una de las cosas que le habían cautivado de mí era mi desapego al dinero. Aunque la verdad es que no me disgustaba en absoluto que estuviese podrido de pasta. Tras una ducha rápida, con el pelo húmedo de mi cabeza envuelto en la toalla y completamente desnuda, volví a la cama. No era posible, Carlos dormitaba de nuevo. Me acosté junto a él, le besé suavemente en los labios y como una serpiente deslicé el brazo bajo la sábana sobre su estómago peludo.
Él sacó su lengua y lamió mis labios mientras mi mano bajaba por su vientre hasta topar con la verga tiesa. Mis caricias resucitaron sus ganas, acaricié su tronco hasta los cojones y amasé sus huevos mientras Carlos volvía a jadear, una vez más. De dos patadas tiró la sábana al suelo y quedamos desnudos uno junto al otro. De forma grosera me atrajo hacia él y metió mi pezón derecho en su boca. Yo jugaba a frotar con mi muslo la polla totalmente tiesa. Me sentí inundada de un sentimiento de amor sincero por él.
– Si no tuviera dinero seguirías conmigo, ¿verdad?
– No vuelvas a preguntarme algo así. Te juro que me visto y no vuelves a verme el pelo. El Land Rover, los vestidos y la lencería se quedan en el vestidor y te lo metes todo por aquí.
Dije buscando su ano peludo y apretando con la yema de mi dedo corazón.
– Ahora por esa mierda de pregunta, te castigo a que te masturbes delante de mí.
Dije mientras me levantaba de la cama y acercaba hasta la cabecera del lecho gigante un gran sillón de brazos estilo isabelino, en el que me senté desnuda, acomodando dos almohadones y abriendo mis piernas apoyándolas desde las rodillas en el colchón, con los pies casi rozándole. Carlos tenía mi coño a menos de un metro de sus ojos y yo comencé a lamer los dedos de la mano y a pellizcarme los pezones. Movía mis caderas como una putita, apretaba los muslos para después abrirlos. Pero sobre todo le ponía caritas de zorra mientras lamia mis deditos ensalivándolos, mordiendo mis labios y entornando los ojos al jadear. Carlos se masturbaba obedientemente mientras me miraba. Nunca había visto a un tío masturbándose delante de mí y me encantaba. Me arrodillé en el sillón, mis pies sobre el filo del colchón y saqué el culo hacia la cama, abriendo las piernas y restregando mi coño y mi clítoris con los dedos mojados. De soslayo veía a Carlos machacándosela con fuerza, sin duda le estaba gustando mi show. Yo me abría los labios del coño, sujetándolos con los dedos.
– Mira cielo lo que tiene tu zorrita para ti. ¿Te gustaría lamerlos? Están recién duchaditos, ya no huelen a rayos y centellas, solo a coño.
Y lo abrí aún más, dejándole ver la humedad del interior rosadito. Recorría con el dedito mi rajita y luego metía una o dos falanges dentro del coño. Carlos seguía masturbándose y eso me ponía muy zorra, con tantas ganas de tocarme para él, que casi parecía una actriz porno. Los labios de mi vagina se estaban llenando de flujo cuando mi dedo comenzó a juguetear con el clítoris y luego volvió a bajar, extendiendo la humedad. Lo escuché gemir y comenzó a menear su polla un poco más rápido mientras me veía cerdear de rodillas en el sillón. No pude aguantar más, quería tenerlo dentro de mí. Me metí en la cama y me coloqué sobre él a horcajadas, me fregaba contra su estómago y sentí que la cabeza de su polla encontraba la abertura de mi chocho. Sentí sus caderas empujando hacia adelante y me penetró un poquito, cuando una polla me entra tan solo unos pocos centímetros, me vuelvo loca. Me encanta jugar a ese sí, pero no. Sacándola y metiéndola, pero sin penetrarme del todo. Me quedé sin aliento cuando Carlos pegó de súbito un empujón y me llenó con su polla.
Puse mis manos en su pecho mientras nos movíamos lentamente, muy lentamente, los dos juntos. Nos tomábamos nuestro tiempo, un tiempo lento y dulce. Ambos gemimos juntos cuando la verga me envistió en un golpe seco, y luego volvió a sacarla.
Repitió ese pollazo, una y otra vez, en un ritmo lento pero constante, yo dejaba que sus caderas hicieran el trabajo, mientras sentía que el pene se movía lentamente dentro, después de cada envestida. Gran parte del sexo que hemos tenido ha sido salvaje, duro y agresivo, como dos bestias golpeando sus cuerpos en una lucha violenta. Tengo que admitirlo, cuando Carlos comenzó a hacerlo más lento casi me derrito, me encantaba ese tipo de sexo, sentirlo llegar a cámara lenta hasta apoyar sus muslos en mi culo. Necesitaba ese tipo de sexo; suave, muy suave, romántico, apasionado y tierno. Necesitaba sentir que me hacía el amor, no que me follaba, sentir incluso que me amaba. Lo sentí tensarse debajo de mí y supe que estaba casi a punto de llegarle. Yo había estado retrasando mi orgasmo, porque quería tenerlo con él, a la vez. Me froté suavemente el clítoris y llegamos al unísono. Acerqué mi boca a la suya con toda la suavidad del mundo, compartiendo el aliento de nuestros orgasmos, sin unir los labios, pero percibiendo las respiraciones del placer supremo.
Mientras en mi interior, sentía las salpicaduras de la leche caliente. Me desplomé sobre él y nos besamos con ternura acariciándonos los cabellos y el cuerpo. Había sido tan romántico y dulce. Simplemente perfecto y exactamente lo que necesitaba de Carlos esa mañana.
Un beso.