Relato erótico
Clases particulares
Pensó que sería buena idea dar clases particulares dos o tres tardes a la semana y ahorrar para irse de vacaciones. Puso un anuncio en el periódico y pronto encontró trabajo y algo más
Oscar – SEVILLA
Cuando inserté aquel anuncio en el periódico, lo hice sin demasiada convicción. “Estudiante de último curso de Filología Inglesa da clases a todos los niveles”. Era consciente de que profesores de inglés no faltaban, pero confiaba en que alumnos tampoco. Al final tuve razón, y en un par de semanas había logrado cubrir cuatro tardes a la semana con alumnos de diferentes edades. Me dejaba los viernes libres para poder descansar y ganaba un dinero que no le venía nada mal a mi precaria economía de estudiante.
Considerándome satisfecho con eso, estuve a punto de decirle que no a la mujer que me llamó aquella tarde para que diera clases a su hija y a una sobrina. Y esa negativa no llegó a brotar de mis labios porque la mujer se me adelantó diciendo:
– Mi hija y mi sobrina están repitiendo el último curso y necesitan una ayuda con el inglés. Estamos dispuestos a doblar lo que pides con tal de que puedan pasar a la Universidad este año.
No era la oferta económica, aunque suponía pasar de 20 euros a la hora a 40, sino la idea de pasar dos horas a la semana con esas criaturas seguramente muy atractivas. De modo que acepté sin pensarlo dos veces, y la tarde del siguiente viernes me planté en la dirección que me habían dado, dispuesto a guiar a mis dos alumnas por los intrincados caminos de la gramática y la sintaxis inglesa, ya que a cambio obtenía una buena pasta y material para noches y noches de fantasías.
La casa no era un palacio, pero estaba en un buen barrio y denotaba la seguridad económica de un matrimonio de funcionarios. Me abrió la puerta la mujer que me había hablado por teléfono, arreglada como para salir, y visiblemente contenta de verme.
– Hola Oscar, pasa, encantada de conocerte. Las chicas vendrán enseguida. Hemos preparado la mesa del comedor para que les des las clases allí – llamó a las muchachas mientras se atusaba el pelo frente al espejo del recibidor y se colocaba los pendientes – ¡María! ¡Lola!
Yo permanecía de pie a la espera de que llegaran mis pupilas, un poco tenso, como siempre que empezaba con alumnos nuevos. Y entonces aparecieron por el fondo del pasillo dos chicas iguales como dos gotas de agua, con media melena castaña clara, los ojos almendrados, dos cuerpos juveniles y sugerentes, vestidos de forma deportiva, María con un top rojo, Lola con una camiseta azul, como corresponde a la comodidad del hogar, pero inequívocamente apetecibles, redondos, firmes, tentadores… O dejaba esas consideraciones o empezaría mi primera clase con el término “erection”, de modo que sacudí toda lubricidad de mi cabeza y me presenté estrechando las manos de las chicas.
La señora se excusó, nos dejó solos y los tres fuimos al salón para empezar las clases. Las chicas iban delante, y a mí no se me escapó la sincronizada cadencia con la que contoneaban las caderas al caminar. Sabía que aquella clase me iba a deparar muchas satisfacciones. Aunque no académicas.
Aquellas dos diosas podrían ser acicate suficiente para las fantasías sexuales del resto de mi vida, pero eran dos absolutas negadas con el inglés. No había forma de hacerles entender los rudimentos más básicos de una lengua tan simple, a mi modo de ver, como el inglés.
El filólogo que yo llevaba dentro, se impuso a la criatura sexualmente hiperactiva que estaba dando las clases, y estuve a punto de perder los nervios. Las chicas se dieron cuenta de que no lo estaban haciendo bien.
– Lo siento, ¿vale?- dijo María – perdona, pero es que en inglés todo me suena a “guachi guachi”- María bajó la cabeza, pero Lola se echó a reír, a lo que su prima le replicó indignada – ¿Y tú de qué te ríes, idiota?
– Ay, perdona, no me reía de ti – exclamó y se dirigió a mí para añadir – Es que me hace gracia que todo le suene a “guachi guachi”, pero luego cuando ve porno se entera de todo lo que dicen. Pregúntale como se pide que te den por el culo en inglés, que seguro que lo sabe.
Me quedó de piedra, no solo ante el comentario, sino también ante el manotazo despreocupado que María le propinó a Lola en el brazo, como queriendo decir “tía, cómo te pasas”. No sabía qué decir, así que volví a los senderos filológicos:
– El inglés no es tan difícil, y bueno, el porno es una manera de aprender lo que no te enseñan en las clases – y sonreí para relajar el ambiente y volver a centrarme en los verbos auxiliares.
Sin embargo, en el fondo de mi cabeza se proyectaba una imagen permanente de las dos chicas viendo porno y toqueteándose los genitales, con la cabeza hacia atrás, suspirando primero, gimiendo después… No, no, no. Había que mantener la concentración en el inglés. Casi lo conseguí.
La segunda hora de clase se nos pasó volando. Ya había anochecido en el exterior. Recogí mis cosas y estaba levantándome para salir cuando Lola me detuvo para preguntarme por mis honorarios. Contesté, un poco azorado, pues me parecía un tanto grosero indagar esas cuestiones:
– Pues 40 euros a la semana, ¿por qué?
Lola dirigió una mirada altamente sospechosa a María, y volvió a decirme:
– Es una pasta interesante. Es que queríamos ofrecerte un trato. Te lo planteo sin más rodeos, ¿ok? Tú nos das ese dinero y nosotras pasamos los sábados por la noche contigo hasta que se terminen las clases.
– ¿Qué?- exclamé.
No daba crédito a lo que oía. En algún punto de la tarde, que no recordaba, se había producido un corte en el continuo espacio-tiempo, y ahora estaba en pleno rodaje de una película de Buñuel. Tan surrealista era la situación. Las chicas tomaron mi incredulidad con más incredulidad y María me repitió lo que había dicho su hermana, con unos pocos detalles más:
– Pues eso. No hay mucho más que profundizar. Vero y yo necesitamos más dinero del que nos dan nuestros padres para cosas que a ti no te interesan. De modo que si tú nos cedes el dinero que te pagan por las clases, nosotras nos comprometemos a pasar los sábados por la noche contigo en el pisito de una amiga que lo tiene vacío.
Me pasé la mano por el mentón, sopesando una oferta que, en realidad, no había que sopesar. Dos chicas que estaban para matarlas a polvos se me ofrecían por la módica cantidad de 40 euros a la semana.
¿Qué había que pensar? ¿A cuantos hombres agraciaba la diosa Fortuna con la oportunidad de terciar en un trío? ¿A uno de cada millón? ¿A uno de cada cien millones? Era demasiado bueno. Demasiado bueno. Por fuerza tenía que ser mentira.
-¿Y cómo sé que no vais a quedaros con el dinero y luego dejarme tirado?
No debí hacer esa pregunta. Las chicas me miraron furibundas, tremendamente ofendidas por haber sido puestas en duda. No usaron palabras para contestarme. Simplemente se levantaron, se acercaron la una a la otra y permanecieron casi un minuto entrelazadas por la boca. Era como ver a una tía morreándose con el espejo, solo que el espejo tenía tres dimensiones y una lengua que exploraba la boca de su compañera como quien busca agua en el desierto. Quizás otro hombre se hubiera repugnado de presenciar aquello, pero yo, anonadado, solo podía disfrutar y masajear suavemente el pétreo bulto de mis pantalones. Cualquier roce un poco más intenso habría echado a perder los vaqueros.
– ¿Nos crees ahora? – preguntó Lola y asentí, incapaz de articular palabra.
Las chicas se despidieron de mí y me dieron la dirección del piso donde me esperaban la noche siguiente. A pesar de todo tuve que descargarme en cuanto llegué a su casa, pero aún así, las 24 horas siguientes las pasé en un estado de erección semi permanente, tanto por el recuerdo de lo que habían visto mis ojos como por la anticipación de lo que vería, sentiría, olería, lamería o sería lamido, la noche del sábado.
Llegué a la dirección a las 20:30, media hora antes de lo convenido. Claro que ellas habían sido más rápidas que yo, porque veía luz en el piso al que debía subir. Esperé media hora deambulando alrededor del edificio, viendo a las gemelas besarse en cualquier esquina a la que mirara y cuando mi reloj marcó las 21:00, toqué el timbre y subí al piso. La puerta estaba entreabierta, pasé y cerré detrás de mí. Aquello más que un piso era un estudio, chiquito pero coqueto y ambientado por la luz tenue y suave de unas cuantas velas, en el centro pude ver un sofá cama ya desplegado.
Las gemelas salieron del baño, una puerta a la izquierda, tomadas de la mano. No llevaban encima más que unas bragas blancas de algodón con dibujos y un sujetador a juego. Se dirigieron a mí y me saludaron con sendos besos cariñosos pero lascivos en la mejilla, ese tipo de beso en el que la lengua se despega de la cara después de los labios, y me condujeron al sofá.
Para mí aquello era como descubrir que el paraíso lo habían creado a la medida de mis deseos. Aquellas dos gatas estaban decididas a no darme ni preliminares. De repente sentí cuatro manos desnudarme, sacarme los zapatos, los vaqueros, la camiseta, todo salvo los calzoncillos. Tenía una especie de sobredosis de placer que hacía que la cabeza procesara las sensaciones más despacio que mi tacto. De pronto caí en el detalle de que no sabría decir quién era María y quién era Lola, y aquello solo hizo que el deseo se me encendiera más. No soportaba aquella pasividad, y quise meter baza intentando arrancar algún sujetador, pero las gemelas me lo impidieron, agitando el dedo índice delante de mi cara.
– Ah, ah… – dijo una de ellas, a saber cuál – Tú estate quietecito que Vero y yo nos sabemos apañar solas.
La que había hablado, la de los dibujos en las bragas, era María, por tanto. Esa certidumbre me arrebató un poco del misterio que la situación me estaba deparando, pero me alegré al pensar que, en cuanto las dos se quedaran en bolas, ya no habría modo alguno de diferenciarlas.
Las chicas me dejaron tumbado sobre el sofá cama y se situaron delante de mí para que no perdiera detalle del show lésbico que estaban a punto de ofrecerme. Me planté la mano sobre el paquete, totalmente dispuesto a relajarme y disfrutar de cada uno de sus movimientos. María y Vero se besaban con paciencia, mirándome de vez en cuando, recorriéndose los cuerpos con las manos. Alternaban las caricias delicadas con apretones que hacían que ambas soltaran pequeños jadeos y grititos. Se desnudaron pacientemente, con un regocijo en cada prenda directamente proporcional a la ansiedad que la escena me estaba provocando.
María le sacó el sujetador a su prima y se sentó en una silla para poder tener sus pechos a la altura de la boca, comenzando a chupárselos con lentitud pero de manera concienzuda. Vero tenía unos pechos preciosos y finísimos, coronados por un pezón oscuro y pequeño, erecto y sensible a las caricias de la lengua de María. Ésta la recorrió por el pecho hacia arriba, de nuevo hacia la boca y Vero le devolvió el placer haciendo lo mismo que había hecho ella, sacarle el sujetador y amasarle las tetas, regodeándose en su tacto primero y en su sabor después.
De vez en cuando me echaban una mirada y aquella mirada desbordada de lujuria era capaz de ponerme aún más cachondo de lo que ya estaba, si es que tal cosa era posible. Las chicas decidieron que ya estaba bien de exhibirse, el profesor ya había sufrido lo suficiente. Fueron hasta mí y me bajaron los calzoncillos. A mí nunca me habían dejado con la polla al aire cuatro manos iguales.
María y Vero estaban, eso era evidente, más que complacidas con el efecto que habían provocado en mí. Con aquella generosa barra de carne, en aquel estado, podría haberse clavado un clavo en la pared. Cada una de ellas se colocó de rodillas a ambos lados, de modo que yo podía alcanzar a sobarles las tetas fácilmente, mientras las gemelas se inclinaban sobre mi polla. Dejé caer la cabeza hacia atrás, aunque enseguida volví la vista para contemplarlas, entregadas a la tarea de mamarme la verga con una aplicación que, de haberla puesto en sus clases de inglés, las habría hecho obtener matrícula. Supuse que semejante coordinación para lamerme los huevos, para hacer desaparecer el capullo dentro de sus bocas de forma alterna, no era producto del azar, sino de un concienzudo entrenamiento. Durante todo el día le había estado dando vueltas a la pregunta de cuánto tiempo llevarían las chicas follando a dúo. Pero ¿a quién le importaba eso ahora? Lo único relevante era que la experiencia acumulada me estaba conduciendo más allá del nirvana sexual. Dos lenguas se deslizaban arriba y abajo por todo mi pene, a veces más deprisa, a veces más despacio, las transiciones nunca se hacían a destiempo.
Yo hubiera querido aguantar un poco más, pero no había modo humano de evitarlo y me corrí en la cara de las chicas, que compartieron el líquido, como buenas guarras, limpiándose la cara la una a la otra con la lengua.
Como creo que me he alargado demasiado seguiré con mi relato en una próxima carta.
Saludos.