Relato erótico

Casi me equivoqué

Charo
26 de febrero del 2020

Fueron a una fiesta en el chalet de unos amigos. Cenaron, hablaron y en definitiva el grupo se divertía. De pronto se dio cuenta de que su mujer no estaba en el salón. La buscó por todas partes y al final se dirigió al coche. Había dos personas dentro y se acercó despacito para ver mejor. Estaba convencido que estaría con otro hombre, pero, se equivocó.

Salvador – Burgos
Yo no podía dejar de pensar y pensar sin poder conciliar el sueño. Dormida, Rebeca me pegó su caliente y divino cuerpo, apretándose contra mi pierna y así me fui quedando dormido, no sé por cuanto tiempo. A medida que el sol fue colándose en la habitación, me fui acordando más y más de la fiesta a la que habíamos ido la noche anterior.
Todo sucedió de la manera más inesperada. De repente la fiesta pareció cobrar brío. La gente había entrado en calor y se formaban parejas que desaparecían por todas partes. Comencé a buscar a Rebeca, mi mujer.
Pasé más de media hora buscándola por toda la casa sin encontrarla. Fue cuando se me ocurrió buscarla fuera y algo hizo que me fijara en nuestro coche. Estaba estacionado cerca de los matorrales que bordeaban la entrada para los vehículos. Me fui acercando al vehículo caminando sobre las puntas de los pies, sospechando que probablemente Rebeca se encontraba ahí con otro hombre. Y me quedé petrificado, inmovilizado por la sorpresa.
Efectivamente, estaba allí, pero no con ningún tío, sino con una mujer, precisamente con Sandra. En la débil luz del farol del estacionamiento podía verle las torneadas piernas a Sandra levantadas encima del asiento, despatarrada, frotándole toda la peluda almeja en la cara a mi mujer.
Quedé de pie allí como un zombi alumbrado por la luna llena, todo sorprendido, incapaz de moverme o de pensar siguiera. Las luces largas de un coche que pasaba me alumbraron la escena aún más, y los ojos de Sandra y los míos chocaron. Su cara se heló, pero aún así no alertó a Rebeca, quien continuó chupándole la raja como una loca. Salí del ensimismamiento cuando oí que un amigo mío se acercaba llamándome. Abandonando el lugar rápidamente, me uní a él y regresamos a la fiesta juntos fingiendo yo que no pasaba nada, cuando en el fondo estaba lleno de confusiones y contradicciones.

Y es que eso de sorprender a tu mujer en esa clase de movidas es algo verdaderamente impactante. Claro, uno espera, en el caso de que suceda, encontrarla enredada entre los brazos de un hombre, pero no entre las piernas de una mujer. Para un hombre, saber que prefiere el chocho de una mujer a otra polla, duele y jode, es que como si no valorara al macho que tiene en casa.
Ya de nuevo en la fiesta, me puse a beber y me reía como un estúpido, pero mí mente no paraba de rememorar la desconcertante escena que había visto en el coche. Me quedé solo en un rincón de la sala de la residencia, cavilando y minutos después vi a Sandra zigzagueando por entre el tumulto que había en la sala, tratando de llegar hasta donde estaba yo. Su mano sujetaba una copa. De solo saber que la muy zorra tenía el coño empapado con la saliva de mi mujer, se me puso dura, pero también estaba tremendamente cabreado.
¡La cabrona pervertida de Sandra, si yo la dejaba, iba a convertir a mi mujer en una bisexual! Cuando Sandra me preguntó lo que pensaba de todo aquello, se lo hice saber sin remilgo alguno en una sola expresión.
– ¡Vete a la porra!
– Quiero que sepas que no le he hecho nada a Rebeca, cuando menos nada malo… tú eres el marido, su pareja a quien ama… – me contestó la muy cínica.
– ¡Y tú la marimacho…!
– Escucha Salvador, no es para que te pongas así, ya eso pasó, o te tranquilizas o tratas de resolver el asunto, pero nada ganas con molestarte…
– Lárgate… – le dije fríamente, con toda intención.
Pero ella me detuvo cogiéndome de un brazo cuando era yo el que se iba a marchar.

– Oye, espérate… ¿Por qué no hablamos…? En el piso de arriba podemos conversar un poco y hasta podríamos calmar un poco los ánimos, ¿vamos?
No sé por qué le hice caso, Pero la cosa es que subimos. Sandra me iba a explicar las cosas y yo lo que quería era poner las cosas muy claras, como se dice. Pues yo también tenía cosas que decirle. Así que llegamos a la habitación al final del pasillo y cerramos la puerta.
Mirándola todavía con rabia, me senté en el marco de la ventana abierta mientras ella se paseaba nerviosamente de un lado a otro, diciéndome una sarta de cosas que yo escuchaba difícilmente por mi justificada irritación, explicándose. Hablándome algo de un idilio que había comenzado durante los años en que las dos habían sido estudiantes.
La charla que me estaba dando no me hizo cambiar de opinión ni de sentir. Yo estaba completamente en contra del asunto, e iba a darle una buena vapuleada a Rebeca cuando la agarrara por mi cuenta en casa.
Al fin Sandra comprendió que yo no iba a permitir que la fiesta de lengua en el coño continuara. Entonces vislumbré un asomo de lágrimas en el borde de sus ojos, algo así como lo que le ocurre al niño que sabe que su juguete favorito le ha sido confiscado. Y eso me hizo reflexionar un poco acerca de mi actitud tan agresiva. Sandra se marchó calladamente y hasta logré oír algunos sollozos, como si de verdad le pesara mi actitud. Yo salí como un vendaval de la habitación, viendo cómo Rebeca trataba de consolar a su amante.
Cuando Sandra se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con los míos, se lanzó escaleras abajo a toda prisa. Tomé a Rebeca por el brazo, la miré fijamente, y no la solté. No la hice partícipe de lo que había ocurrido entre Sandra y yo, pero le advertí que teníamos que hablar muy seriamente.
Apenas pasados un par de minutos nos marchamos de la fiesta y durante el trayecto a la casa no nos dirigimos ni media palabra. Cuando llegamos, Rebeca llamó a Sandra por teléfono, pero nadie le contestó y tuvo que colgar. No tuve misericordia La empecé a bombardear verbalmente con todo lo que Sandra me había contado, incluyendo el modo que seguramente emplearon para manosearse durante las fiestas en pijamas que ellas protagonizaban, mientras eran estudiantes y que seguramente habían continuado a escondidas mías.
Cuando terminé el cañoneo, me sentí mejor, como si me hubiera liberado de un gran peso. Me había causado tremendo dolor el haberlas encontrado de aquella manera, haciéndolo y a espaldas mías, viéndome la cara de cornudo.

No sé qué me dolía más, si el secreto que Rebeca nunca me había revelado, un secreto sin compartir con el hombre con el cual se vive, con el compañero, o el haberlas encontrado chupeteándose las rajas como las había visto. Nunca había sospechado ni ligeramente que Rebeca y Sandra eran de esa clase da amantes. Vaya ni siquiera había pensado en la posibilidad siquiera de que ambas tuvieran esa clase de mañas.
Me dejé caer en el sillón como un pugilista que ha sido destrozado a golpes por el oponente, exhausto, vacío, con la mente toda liada por el impacto, por la vorágine de saber que mi mujercita tenía una amante con quien me había traicionado de la peor manera emocional y racionalmente. También, desde luego, me sentía confundido al enterarme de golpe y porrazo que la compañera de mi vida era bisexual. Todavía me sentía apabullado, pero la cólera se había apaciguado.
A medias, oí cómo Rebeca se explicaba, hablando pausadamente en ese estilo meloso que la caracteriza, un estilo que no deja de tener una cierta efectividad; diciéndome que si me había escogido a mí como su pareja era porque yo, le gustaba mucho y que ella era capaz de hacerlo todo por mí… ¡Todo menos echar a Sandra a un lado…!
Abandoné el sillón reclinable y me senté junto a ella. No sé por qué la besé, tal vez porque con su modo de hablar y las cosas, que me dijo me produjo cierta ternura porque, después de todo, la seguía considerando la mujer de mi vida, a la que sigo amando con toda mi alma. Quizás debió ser debilidad de mi parte, pero lo hice. En ese momento no tenía la solución a la mano para resolver el problema y una interrogante empezó a bailotear en mi mente: ¿Se iba a pique nuestro matrimonio? Oí que Rebeca decía:
-Te amo, querido, y lo sabes muy bien… tú eres el único hombre en mí vida, el único…
Yo ya no sabía ni qué decirle y opté por lo más sano en esos momentos: irme a la cama y tratar de dormir.

En la habitación tuve el impulso de hacer mi maleta e irme, dejando a Rebeca en libertad de hacer lo que ella quisiera, incluso puse mi ropa en la maleta, pero al final la guardé con todo y ropa en el armario, me acosté y traté de dormir.
A la mañana siguiente, lo primero que hice al despertarme, fue echarle ojo a mi hermosísima mujer que dormía como una gatita perezosa. Entonces sonó el teléfono, desnudo me apresuré a contestarlo, saliendo de la cama y dirigiéndome a la sala. ¡Era Sandra!
Al oír mi voz, ella debió quedar helada. Tal vez no esperaba que yo contestara su llamada. De todas maneras le informé que la cosa había terminado bien y que no había pasado a mayores, que no se había suscitado ningún tipo de pelea y menos una tragedia conyugal, aunque le dije que quizás me iría de casa para dejar que Rebeca eligiera lo que más le convenía y que aceptaría la decisión que tomara.
Estábamos hablando con tanta cordialidad como si lo sucedido no tuviera tanta importancia. Afortunadamente mis horas de sueño habían logrado que se enfriara mi mente y ya no estaba tan encambronado, es más ya no lo estaba en lo mínimo. Habíamos hecho las “paces”, y Sandra, entonces, decidió ser completamente franca conmigo y me dijo:
– Salvador, ya te lo dije, Rebeca y yo somos amigas desde pequeñitas, fuimos al colegio juntas. No sé cuales son tus pensamientos en estos momentos, pero el hecho de que estés casado con ella no quiere decir que tú seas su dueño, su amo o señor. Además, no le estamos causando daño a nadie. A lo mejor tú puedes ser el causante del daño…
– ¿Qué dices? ¿Daño? ¿Acaso no me habéis hecho daño vosotras a mí…?
– Sí, bueno, tienes razón pero, tú puedes causar daño también si no te das cuenta de que esto es una verdadera realidad que no podrás cambiar, si de veras la amas tienes que aceptarla como es, con sus virtudes y sus defectos, si es que a eso se le puede llamar defecto… – y luego, después de una breve pausa, añadió – Vamos Salvador, que tampoco tienes que sentirte molesto conmigo porque yo los quiero a los dos… ¿Quién arregló lo del banquete durante el día de tu boda…?
Pero en cierto modo Sandra tenía razón y yo tenía que aceptar la realidad y admitir que mi mujer era mi felicidad y ni placer, pero no era de mi absoluta propiedad aunque fuera otra mujer cuya lengua se interponía entre nosotros dos.

Y luego ocurrió algo curioso y completamente involuntario. Resulta que a medida que hablaba con Sandra mi mujer nos escuchaba, ya se había levantado y oyó la parte en la que le hablaba a Sandra de irme de casa y ella había encontrado mi maleta en el armario.
Cuando Rebeca salió de la alcoba, sus ojos estaban llenos de lágrimas, yo estaba de pie, desnudo y sosteniendo el teléfono, y no supe en ese momento qué pensar. Entonces le entregué el teléfono, pero ella me agarró la polla. Estuve hablando con Sandra como alrededor de unos cinco minutos, mientras Rebeca me mamaba la verga hasta que se me endureció y entonces me dije: ¡Yo quiero seguir con mi mujer aunque no sea tan normal, porque la amo, porque la deseo y eso es lo único que me debe importar! Y para terminar de convencerme de que mi reflexión era correcta, me acerqué a Rebeca blandiendo mi rígida verga con una mano y agarrándola de la nuca para obligarla a se comiera toda mi polla hasta las bolas, le empecé a empujar el miembro por la boca a mi asombrada mujer. Los gritos y protestas que ella daba eran ahogados por mis bombeos. Quien sabe qué cosas se estaría imaginando Sandra con todos esos ruiditos raros. Pero logré a oír como le decía:
– Rebeca… ¿qué está pasando…?
Rebeca se sacó la polla de la boca y le dijo a Sandra, relamiéndose los labios:
– Le estoy mamando la verga a Salvador… – y colgó.
Saludos.

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