Relato erótico
Cariñoso y sumiso
Se casó muy enamorado. Su mujer nunca le mintió, le dijo que lo quería pero que seguiría teniendo amantes y que esperaba que él cumpliera con su papel de cornudo cariñoso y sumiso.
Cornudo – Lérida
Me gustaría contarte como es mi vida al lado de mi mujer, a la que adoro. Me casé con ella sabiendo muy poco de sexo cuando a ella, por el contrario, no había nada que enseñarle. Lo curioso es que únicamente aceptó unir su vida a la mía con la condición de que nuestra relación sexual sería nula y ella podría seguir teniendo amantes. Bueno, nula no del todo ya que yo he podido usar mi lengua.
Para que se acabe de comprender como se ha ido desarrollando todo, ahí va, como muestra, un botón.
– ¿Habéis dormido bien, pareja de tortolitos?.
María estaba sentada frente a José Manuel en el soleado comedor.
– Sí, gracias – contestó mi esposa evitando mi mirada.
Reinaba un silencio incómodo, roto tan solo por el sonido de la taza de café al chocar con la cucharilla. Era la primera noche que pernoctaba con nosotros José Manuel.
– Se os veía tan a gusto anoche, que no me atreví a molestaros – dije suave e irónicamente.
La boca carnosa y roja de Mari se abrió en una gran sonrisa e instantáneamente recordé como esos mismos labios se habían abierto la noche anterior, hacía escasas horas, para acoger el gordo tallo de la polla de José Manuel. Sus miradas se cruzaron con complicidad y a mi mujer se le escapó un profundo suspiro. Mari estaba segura de que yo les había visto, pero no le importaba. Mi forma de mirarla no hacía más que mostrar suma simpatía ante la situación.
– Como hace buen día – dijo mi esposa – he pensado que quizá, después de desayunar, demos un paseo por el monte.
José Manuel tendió las manos hacia ella, con la expresión llena de deseo. Mari se limitó a ir hacia él, sin poder apartar los ojos de aquel enorme y rosado poste de carne viril y de la morena mano que lo aferraba. No era momento de darme más explicaciones y permaneció sumida en su silencio extasiado.
Impulsada por el más primitivo de los instintos, se subió el negligé. Aquel enorme cipote necesitaba su cuerpecito femenino para obtener todo el placer. Él sonrió con aprobación cuando ella se quitó del todo la arrugada prenda.
Cuando mi esposa estuvo desnuda como cuando vino al mundo, el hombrón tendió sus manos hacia ella, la expresión llena de incontenible deseo y pasión. Su polla se tensó, todavía más si cabe, y apuntó, directamente, hacia el coño de mi mujer.
Ella lo montó a horcajadas sobre su regazo y Mari me descubrió una nueva y hasta entonces desconocida manera de dar placer. Se movió sobre él como una estupenda amazona. Quedé asombrado de la confianza que ella tenía en si misma y la fluidez con la que sus miembros parecían fundirse con los de él, tan nerviosamente entrelazados. Se introdujo el pollón en su cuerpo y fue bajando con precisión, con él ya bien adentro, en un lento y sensual deslizamiento.
Ambos suspiraron al unísono mientras él, enervado, levantaba las caderas con poderío para llenarla del todo. José Manuel volvió a suspirar porque ella era, obviamente, el consuelo que buscaba. Ella también volvió a acompañarle con más suspiros porque nunca se había sentido tan feliz, tan colmada y tan satisfecha.
– ¡Que enorme está dentro de mí! – me dijo entre gemidos – ¡Y que caliente está su pollón!
Las manos de él se tensaron bajo las nalgas de María, primero para sostenerla y acariciarla, después para moverla y guiarla en la persecución del que iba a ser el máximo placer, que pondría punto final a la cadena orgásmica de aquella mañana. Mari actuó de manera instintiva y se echó hacia atrás cuanto pudo, aplastando su recta espalda contra el frondoso bosque del pecho de él. Una mano se agarró a los gordos cojones y la otra bajó, con toda naturalidad, hacia su chochito. La punta de un dedo se posó con suavidad sobre el inflamado clítoris para completar la delicada manera en que se llenaba su coño.
– ¡Sí, sí! – jadeo José Manuel y mirándome, añadió – ¡Únete a nosotros con tu lengua!
Unidos al mismo tiempo en tan singular lazo, se mecieron, se retorcieron y se corrieron al unísono en la estrecha silla del comedor. Nunca había empleado de manera tan consciente mi habilidad lingual al comerme el pequeño guisante guarnecido por aquel par de huevos como cocos. Mari tensó los músculos internos de su coño alrededor del mango de José Manuel, acarició los cojones de su amante, a la par de mis mejillas, con sus manitas de suave seda y lanzó un grito de triunfo cuando él, respondió con un gimoteo, empezó a contorsionarse como un poseso.
Su gran polla pareció hincharse aún más dentro de Mari, desplegándose hacia las profundidades de su matriz, llevando consigo un burbujeo de alegría y espesa leche que alcanzó todos los rincones y huecos más ocultos del chochete rebotando con entusiasmo en mis sedientos y ávidos labios.
Frenético de tanta ambrosía y cuajarones, le estrujé y acaricié el clítoris al ritmo de las enloquecidas embestidas de placer de José Manuel, tan solo acalladas por la gran inundación.
Los dos gritaron, se removieron, se corrieron y sudaron juntos. Sus cuerpos se fundieron en uno contra el otro como si llevaran décadas sin amarse. Se licuaron y pretendieron seguir así hasta que los hube dejado secos como un desierto.
José Manuel silenció su boca con la de Mari, que le volvió la cabeza, presionando los labios en un largo beso. Ella lo retenía dentro apoyando todo su peso y clavando las uñas en sus muslos.
– Por favor, – gimió al notar que la presión decrecía – ¡Más fuerte… oooh… aaah…. así, así, cariño… sí…!.
Finalmente José Manuel incrementó el apagado ritmo, dándole candela y hundiéndose, con cada embestida, más profundamente en ella, tanto que el calor y el sofoco les consumía. Mari le clavó las uñas en la parte inferior trasera y peluda de sus muslos mientras él la estimulaba, con su lengua, en la nuca y le chupaba el pelo de una forma casi dolorosa,
Ambos volvieron a alcanzar el clímax a la vez envueltos en una olorosa ola de cachondeo y calor. Sus cuerpos se derritieron como si de uno solo se tratara volviéndose a correr. Noté que de los ojos de Mari resbalaban vivas lágrimas de alegría. José Manuel no hizo ningún amago de quitársela de encima, simplemente se quedó mirándome abrazado al cuerpo de mi mujer.
No iba a ser yo quien me ocupara entonces de la conducta de mi esposa. Esa virtud femenina que yo había honrado tanto antes, carecía de valor ahora. Cuando una mujer que ha conocido ya todos los matices del amor, quiso casarse, no me ocupé tampoco de su vida pasada. Yo no era escrupuloso y mucho menos celoso. Nadie cuenta con la virginidad de su prometida si esta cuenta más de veinte años. A los veinticinco Mari había alcanzado su apogeo y ahora, a los treinta y ocho, sigue con su naturaleza robusta y poderosa y con su temperamento tan fogoso y risueño.
A veces pienso en la época de nuestro noviazgo. Acababa de romper con el novio más interesante que tuvo, tras tres largos años conviviendo con él. Él no era un joven de nuestra edad. Tenía entonces cerca de los cincuenta y estaba casado, le doblaba la edad y casi podría haber sido su abuelo. Podía hablar de todo con él pues era un gran conocedor de la vida y la naturaleza humana. Gracias a él Mari me dijo haber aprendido a conocerse como mujer. Le enseñó todas las cosas del amor que ella aún ignoraba.
Su filosofía fue simple y clara, basada sobre todo en la razón. No fue en absoluto chulo o cínico. Era un hombre sin fingimientos. Le hacía la corte dulcemente no solo para lograr lo que toda polla tiene codicia, sino también para escucharla y comprenderla.
Observé que habían sido ambos muy felices. En particular físicamente. Me bastó con ver sus muchas fotografías. Mari me confesó no haber visto nunca un cuerpo tan bien formado como el de él.
Me espoleaba escuchar continuamente a mi prometida contándome las alabanzas de su ex-novio sin intentar atacar mi sexualidad con otros temas. Ella me había explicado todo lo que hacía con él pero yo quería saber porque era tan estoica conmigo.
– Yo te permito todo, Mari – le dije un día – pero tú jamás sobrepasas los límites de la más estrecha amistad cuando estamos juntos haciéndonos la corte. Has sido una gran folladora con él, según me cuentas, e incluso sé como lo habéis hecho en todas esas múltiples veces, pero estoy harto de que me enseñes vuestras fotos diciéndome constantemente lo guapo que es.
– ¿Acaso me tomas por una coqueta y casquivana sin corazón que se enorgullece de encadenarte a su carro triunfal? – me contestó con media sonrisa en sus bellos labios – ¿Piensas que puedes inspirar amor a una mujer como yo, tan enamorada aún? – añadió terminantemente.
Cuando vio que mi deseo era casi doloroso, se me ofreció en sacrifico, me tumbó de espaldas, ella se situó sobre mi, me sujetó las manos y me excitó la polla con su entrepierna cubierta con una fina braga de algodón blanco, tan práctica como poco erótica porque se frotaba sobre mi sin dejarme entrar.
Cerré los ojos, jadeaba, suspiraba como si me fuese la vida y cuando menos lo esperaba, se dejó caer sobre mi cetro. Abrí inmediatamente los ojos pero ella se alzó. Mi polla se apartó del contacto con su sexo, velado por la braga, y tuve que ponerme a empujar como un loco en su búsqueda. Se entretuvo así muchos minutos y luego los movimientos de su pelvis se hicieron más regulares y demoledores.
Ella se aplicaba en hacer funcionar los músculos poderosos de su chocho, y aunque a veces mi polla quedó presa, fue una cosa muy rara, extremadamente limitada pero, sin embargo, muy apreciada por mi. No obró mal inflamándome de aquella manera pues ella tampoco se quedó a medio camino. Sentí que mi crisis se aproximaba y ella apresuró sus movimientos de cadera para acelerar en ambos la apertura de esclusas.
Al final nos llegó el orgasmo. Nuestros ojo se quedaron extrañamente fijos y nuestros movimiento se precipitaron dejando escapar, al unísono, un ruido ronco. Así le di mi chorro de leche en revancha.
Creo que mi posición como marido cornudo e insatisfecho, ha quedado clara. Ya os contaré otras experiencias que han aumentado la sumisión sexual que mantengo con mí, sin embargo, adorada esposa.
Un abrazo.