Relato erótico

Cambio de rol

Charo
24 de julio del 2019

Su secretaria se caso y dejó el trabajo. Le asignaron a Berta, era guapa, buena figura y lo traía loco. Un día se le “fue la mano” y ella le hizo un comentario que lo dejó sin palabras.

Ramiro – Bilbao
Ella se llama Berta, tiene unos maravillosos 30 años, es morena de pelo, blanca de piel, alta, esbelta con buenos muslos que sostienen un culo fabuloso de nalgas salidas y redondas, y unas grandes tetas que te hacen perder la respiración. Aparte de todo eso es, además, una chica muy seria y sumamente efectiva en su trabajo tanto que la dirección general, cuando pedí una secretaria particular que sustituyera la que yo había tenido hasta entonces y que se había despedido al casarse, me la asignó. Al cabo de las semanas tengo que reconocer que me encantaba tener frente a mí todo el día aquel monumento de mujer. Pero me excitaba de tal manera, sin que ella hiciera nada para provocarme, que no había día que no me la pelara en el despacho, en el lavabo reservado para mi uso particular o en mi casa pensando en ella, en sus curvas, en aquel pedazo de teta que me había mostrado su escote al inclinarse ante mí para preguntarme algo o aquellos muslos que tan arriba dejaban desnudos sus cortísimas faldas. En el fondo era algo vergonzoso para mí comportarme como un crío, pelándomela frente al espejo del lavabo, mirándome a la cara y gimiendo cuando la leche saltaba a borbotones de mi polla. Era vergonzoso, pero no podía evitar hacérmelo. El atractivo de aquella mujer podía más que mi voluntad.
Yo, si me he quedado soltero es porque soy, lo confieso, un hombre más bien tímido. Sin demasiadas, por no decir ninguna, amistades femeninas con quien salir sólo estaba preocupado por hacer bien mi trabajo. Sabía que mis jefes lo reconocían y ya tenía bastante. En esta condiciones y dado mi carácter, Berta era una tentación para mi incapaz de vencer, una tentación que tenía siempre delante, siempre rondándome y ofreciéndome la visión de su carne apetitosa. Tan nervioso me ponía que un día, sin poder aún explicármelo, me atreví a rozar su culo con el revés de mi mano. Berta, sería como siempre, se giró, me miró directamente a los ojos y sin dar muestras de enfado o enojo, me dijo:
– A mí también me gustas, pero dudo que a ti te guste la manera que yo tengo de entender la sexualidad.
Me quedé tan sorprendido de esta tan inesperada reacción que sólo resonaba en mis oídos la frase de “a mí también me gustas”. El resto no lo había oído ni entendido. La reacción que me provocó a mí fue una erección casi instantánea. Eran demasiados días de desearla, de matarme a pajas por su culpa y ahora me daba a entender que accedía a mis avances. No lo dudé ni un segundo, la cogí por la cintura, la acerqué a mi y pegué mi boca a la suya recibiendo a cambio uno de los besos más apasionados que yo hubiera podido soñar jamás. Mis manos fueron directas a sus tetas, que encontré duras y aún más grandes de lo que dejaba pensar la curva de sus trajes.
– ¿Qué te parece si cerramos la puerta del despacho? – me dijo apartando sus labios de mi boca.
No me dio tiempo a contestar. Cogió el intercomunicador, dijo a la telefonista que no nos pasara ninguna llamada y ella misma cerró la puerta con el pestillo. A continuación volvió a acercarse a mí mientras se abría la blusa. Al no llevar sujetador sus inmensas tetas, redondas y adornadas con unas grandes aureolas sonrosadas y centradas por un par de pezones gordos y muy tiesos, saltaron al aire ante mis admirados ojos.
Mientras yo se las acariciaba lentamente, pensando que me faltaban manos para sobar tales montañas, me desabrochó el cinturón, me bajó la cremallera de la bragueta, soltó los botones y, agarrando con ambas manos pantalón y calzoncillos, me hizo caer las dos prendas hasta los tobillos.

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Yo estaba muy nervioso. Me parecía imposible que fuera a tirarme a mi secretaria, a aquel bombón maravilloso, pero ahí estábamos, yo con la polla al aire, tiesa al máximo y ella levantándose la falda para mostrarme su peludo coño ya que tampoco llevaba bragas. Antes de que pudiera reaccionar, Berta me dio un suave empujón haciéndome caer sentado en el sofá. Rápidamente levantó una pierna y sentándose sobre mí, se enchufó mi polla hasta los cojones. Realmente me estaba follando ella a mí, pero no me importaba. Lo importante es que mi polla estaba en las entrañas de aquel tesoro de mujer. Notaba el calor suave y húmedo de su vagina que se deslizaba a lo largo de mi endurecida verga muy lentamente. Cada vez que yo intentaba mover el culo para aumentar el ritmo, me daba un golpe en el pecho y me hacía estar quieto.
Lo dicho, se me estaba tirando ella a mí y no yo a ella. Cuando, después de este tratamiento, empezó a suspirar, pude moverme algo más libremente y así llegamos los dos al placer al mismo tiempo lanzando mi leche en aquella cueva tan deseada. Cuando mi polla salió de su coño totalmente pringada de sus jugos y arrugada, Berta colocó su chochazo chorreante frente a mi boca y simplemente dijo:
– ¡Chúpamelo y trágatelo todo!
Nunca lo había hecho. Nunca me había comido un coño, ya que me daba cierto asco, y menos así, con toda mi leche llenándolo. Pero la obedecí. Obsesionado por aquella mujer que me había hecho el regalo de follar conmigo, la obedecí. Acerqué mi boca a su raja, saqué la lengua, comencé a lamer y así saboreé sus jugos y los míos, mezclados. Ella miraba como mi lengua se movía en su almeja hasta que, cerrando los ojos, comenzó a suspirar. Seguí lamiendo y chupando con más fuerza hasta que conseguí llevarla a un segundo orgasmo, que esta vez le obligó a morderse los labios para no gritar y la oyesen en toda la oficina…
– Si te ha gustado – dijo levantándose y arreglándose el vestido – no me importa repetirlo cuando quieras.
Así fue como me lié con Berta hasta los huesos. Pero no hizo falta que yo le dijera que deseaba repetirlo ya que ella me follaba a diario, siempre en la oficina y de la misma forma. Después de avisar a la telefonista y cerrar la puerta, se me colocaba encima, con mi polla bien metida en su coño, se movía cabalgándome sin dejar que yo me agitara y una vez se había corrido y también toda mi leche estaba en su coño, me lo hacía lamer hasta que se corría. Tantas comidas de coño, tanto tragar sus jugos y mi propia leche acabaron por gustarme. Ya no hacía falta que me lo pidiera, bastaba que se abriera de piernas frente a mi cara para que yo entendiera que podía empezar a comer chocho. Había tenido yo tan pocas experiencias sexuales en mi vida que aquella, aunque un poco rara, un poco humillante para mí, me gustaba y me volvía loco. Acabé enamorado de Berta, sin serme posible pasar de ella. En el fondo es lo que Berta deseaba, un hombre necesitado de su cuerpo, del placer que ella podría darle.
Una tarde me sorprendió al negarse a follarme, por más que yo se lo pedí. Pensé que quizá ya estaba cansada de mi, que había otro. Los celos, mis primeros celos me mordían el alma, pero a la hora de salir, me dijo como cosa hecha:
– Hoy vienes a mi casa y lo haremos allí pero, como siempre, a mi estilo.
Juro que hubiera ido al fin del mundo para follar con ella y de la manera que ella hubiera deseado. En mi coche fuimos a su casa. Entramos en el salón y mientras ella se metía en su cuarto, me ordenó.
– ¡Desnúdate por completo y espérame aquí!
La obedecí con manos temblorosas imaginando que aquella vez toda sería de locura.

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Al poco rato estaba como mi madre me trajo al mundo, con la polla más tiesa que nunca, horizontal a mi vientre, manándole ya de la punta el hilillo blanquecino, indicativo de mi excitado ánimo. Los huevos apretados, como en una sola bola, caliente y llena de leche. Pero cuando Berta apareció me quedé sorprendido. Llevaba un vestido completo de goma negra, muy brillante, medias de rejilla también negras y botas de media caña con altísimo tacón. Era la imagen misma de un Ama, de esas que tantas veces había visto en películas porno o revistas. En una mano llevaba lo que me pareció un consolador con correas y en la otra unas tiras de cuero. Cuando se me acercó no pude decir ni una palabra. Antes de que pudiera reaccionar me encontré con las manos atadas a la espalda. Pero lo más excitante para mi, que desconocía por completo aquel juego, fue cuando las manos de Berta pasaron una tira de cuero por debajo de mis cojones y apretó, luego por la raíz del pene y apretó de nuevo acabando por hacer un nudo. Al instante y debido a esta sujeción brutal, mi polla estaba en una erección y dureza imposible de soportar.
Me sentía como un caballo. O como un perro. No lo tenía claro. Pero sí tenía claro que todo aquello me excitaba mucho y más por encontrarme tan desnudo, tan débil, ante una mujer tan maravillosa y completamente vestida. Pero la cosa no había terminado aquí. Antes de que pudiera pensar en lo que íbamos a hacer a continuación, Berta me empujó haciéndome caer de bruces sobre el respaldo del sofá. En esta postura mi culo quedaba muy ofrecido. Las manos de Berta me separaron las nalgas. Un sentimiento de vergüenza me llenó el cuerpo y creo que incluso enrojecí. Sus dedos empezaron a acariciarme el ano muy lentamente sintiendo al mismo tiempo como si lo hiciera con una pomada o algo parecido. Cuando metió un dedo en mi culo no pude evitar una exclamación. No me había hecho daño pero molestaba. Pero sí que gemí cuando me metió otro. Intenté apartarme, bajar del sofá pero entonces Berta, cogiéndome las manos, que seguían atadas entre sí, me las levantó obligándome a quedarme quieto por el dolor que me producía en los hombros.
Así, indefenso, vino lo peor. Algo grueso empujó mi ano. Chillé como una mujer a la que violan pero, naturalmente en vano, Berta siguió apretando hasta que todo el consolador, ya que eso era lo que me estaba enculando, quedó alojado por entero en mi recto. A continuación ató las correas a mi cintura para que no se me saliera del ano. Jamás me había gustado el sadismo ni había pensado en él como motivo de placer sexual pero en aquellos momentos, salvo con la entrada del consolador, gozaba por el sólo hecho de estar sometido. También hay que decir que el sadismo de Berta no tenía nada de doloroso ni atormentador. Lo único que a ella le gustaba y la ponía caliente era el dominio del macho y más si este macho, como era mi caso, estaba perdidamente enamorado de ella. De un suave empujón me hizo caer de espaldas sobre la moqueta. Berta se arrodilló a mi lado por lo cual tuvo que subirse la falda hasta la cintura dejándome ver su precioso y adorado coño, enmarcado por el intenso color negro del vestido y de las medias. A pesar de conocerlo a fondo, y nunca mejor dicho, la impresión que me causó era como si fuera un coño nuevo.
Berta estaba ahora jugando con mis tetillas, me las pellizcaba, me las lamía y chupaba provocándome un endurecimiento aún mayor de mi verga que incluso me dolía por la tensión a la que lo sometían las ataduras. Cuando aquella boca empezó a bajar por mi vientre y me llegó al sexo intenté moverme, intenté cogerla, desnudarla, acariciarla, joderla en una palabra pero ella, y aquí estaba el juego, me tenía bien atado y sometido.

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De golpe se apartó, sin bajarse la falda se colocó a horcajadas sobre mí y como ya era su costumbre, se penetró el coño con mi inflamada verga. Me estuvo cabalgando una eternidad. Yo tenía ganas de correrme, quería explotar pero las ataduras de la polla me lo impedía, no así ella que no paró de joderme hasta que cayó en su tercera corrida, cada una más brutal que la anterior. Cuando pudo salirse de mí, destrozada de tanto placer, se quitó por fin, el traje y desnuda por completo se dedicó a mamarme la polla directamente. No pude evitar un largo gemido de placer. Notaba mis huevos a punto de estallar. Las mamadas de Berta eran intensas, brutales, pero no podía correrme, era un atroz suplicio. Me dolía todo, también el culo, abierto por el consolador y de pronto, pareció que mi cabeza era la que iba a explotar y no mi polla, miles de lucecitas iluminaron mis ojos y de repente, de una manera imposible de describir. Me corrí.
Fue una corrida larguísima, intensísima. Todo mi ser parecía eyacular. Incluso mi culo. Pero en realidad mi leche no salía disparada sino que manaba de la boca de mi capullo y, lentamente, se deslizaba por la caña depositándose en los pelos de mi sexo y en mis huevos. Nunca me había corrido así, de una manera tan intensa y tan dolorosa a la vez. En este instante Berta, después de desatarme las manos, se colocó de nuevo a horcajadas sobre mí, se penetró el coño con mí siempre hinchada verga y me folló hasta correrse de nuevo. Al acabar y estar tranquila de nuevo, me desató el pene, los huevos y me sacó el consolador del culo. Ahora tenemos una íntima relación pero marcada por esta especie de suave sadismo que me enloquece. Sigue siendo mi secretaria pero también es mi Ama, o si se prefiere es mi Ama que me hace de secretaria. En el despacho me sigue follando y haciéndome comer, después, su coño pero dos o tres veces por semana voy a su casa para gozar a tope con más tranquilidad llegando incluso ahora que ya tengo el culo bien abierto, a ser ella quien se pone un consolador doble en su cintura y me folla el culo con él hasta conseguir correrse dos o tres veces sin que yo pueda, de esta manera, llegar al orgasmo pero así aún soy más su juguete, su perro lamedor. En el trabajo está a mis órdenes pero en la intimidad yo soy su más sumiso esclavo.
Saludos.

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