Relato erótico
Caí en la trampa
Dos veces al mes iba a dar unas clases a una universidad de provincia. Había una alumna que estaba a punto de terminar la carrera que le llamó la atención. Era guapa, con un cuerpo escultural y además se le insinuaba cada vez que se veían.
Rubén – Madrid
Amigos de Clima, a Patricia la conocí dando yo un curso en una Universidad de provincia. Iba dos días, una vez al mes, y a la quinta visita, penúltima, consumé la conquista. Era la más brillante alumna del grupo. Tenía 22 años, y era de mediana estatura, grandes ojos color miel, cara sonriente y pecosa y cabello castaño claro, con tonalidades rojizas. De cuerpo estaba aún mejor. Esbeltas y largas piernas que solía enfundar en ajustados jeans o presumir bajo pequeñas minifaldas, un culo alegre de vivir y unos grandes melones sobre una cintura de sueño. Usaba blusas apretadas que apenas contenían sus grandes pechos, y yo, mientras daba clase, no podía dejar de mirarlos.
La clase que estaba impartiendo era los jueves por la tarde y los viernes por la mañana, y la penúltima semana terminé a eso de la una de la tarde. Se quedaron dos chicos y Patricia, y tras responder las dudas de ellos, ella empezó a plantearme las suyas, que no eran de respuesta sencilla, así que nos dio casi la una.
Ese día llevaba sus ceñidos jeans y una blusita de algodón con el cuello tejido que dejaba desnudos su cuello y sus brazos, y apenas cubría sus redondos pechos, y yo decidí que, después de tanto desearla, esa noche sería mía, así que la invité a comer y ella aceptó.
Comimos charlando de la tesis que estaba por terminar, de sus intereses por obtener una beca de postgrado en la capital, que se yo. La comida era buena, el vino abundante y aún mejor, y yo la miraba a los ojos sin darle tregua. Salimos bastante alegres cerca de las cinco de la tarde. Yo llevaba su mochila, pues se suponía que tomaría el autobús de regreso a su casa y caminábamos rumbo a la parada, hablando ella del novio con el que había roto, mientras yo le contaba que mi vida “emocional” no iba del todo bien.
Cuando llegamos a una esquina, nos paramos un momento y entonces la tomé del brazo y le dije:
– Patricia, quédate a dormir conmigo.
Me miró extrañada y yo se lo dije otra vez, igual, o casi:
– Por favor, me encantas… quédate a dormir conmigo.
Ella respondió con un beso, un beso prolongado y ardiente bajo el tibio sol, en una esquina maravillosa. El resto de la tarde, besándonos y acariciándonos como dos adolescentes, la pasamos de plaza en plaza y de bar en bar, admirando la ciudad y bebiendo cerveza. No había prisa, teníamos todo el día por delante y estábamos ambos dulcemente excitados.
Llegamos a mi hotel y ya en la habitación, cuando empecé a besarla, ella sacó del fondo de su mochila un paquete de cigarrillos, encendió uno y empezó a desnudarse:
– Primero quiero tomar un baño largo – dijo – pero quiero tomarlo contigo.
Ya en el baño, empezó a llenar la bañera. Pocas veces he visto con tanto placer como se desnudaba una chica.
Sus grandes, blancas y firmes tetas con unos pequeños pezoncitos rosados, su duro estómago, sus anchas caderas, la delgada línea de vello púbico color rojo fuego que había escapado a la depilación del resto… Así desnuda tomó el cigarrillo y se encaminó al baño, y yo me desnudé rápidamente y la seguí.
El baño fue largo y relajante, aunque mi polla no disminuyó de nivel. A un lado y otro de la bañera nos acariciábamos y dábamos largas caladas. Terminamos el cigarrillo y yo, con el pié, levanté el tapón de la bañera. El agua empezó a irse, yo me levanté y la atraje sobre mí. Volví a besarla como al principio. Luego la cogí entre mis brazos, como a una novia, y saliendo del baño la deposité en la cama, viéndola acostada, con las piernas abiertas, dispuesta para mi entrada, pero en lugar de eso, me bajé a su entrepierna tan ofrecida.
Su coño estaba casi en la orilla de la cama, de modo que yo me arrodillé en el suelo, mi cabeza quedó a la altura de su cueva y empecé a mamar. Mi lengua recorrió primero sus labios vaginales y hurgó un poco en la entrada de su vagina. Luego iba de uno a otro, acariciando y succionando, sin prisa y con amor. A continuación subí al clítoris, pequeño y rígido para entonces, y lo empecé a besar, a succionar, a acariciar como un niño un caramelo. Ella gemía y me decía en voz baja:
– ¡Que perverso, que perverso eres…!.
A la próxima vez que lo repitió, subí y le ensarté mi dura polla, que se deslizó suavemente en su cálida caverna. Fui dibujando ochos con mi cadera, sobre ella, sin dejar de besarla, mientras ella gemía hasta que se corrió finalmente en medio de agudos grititos.
Entonces me tendí sobre ella, mojándome con mis propios jugos, mientras le besaba y le mordía las tetas. La viscosidad del semen y la suavidad de su piel fueron levantándomela otra vez, pero ella, apartándome, se levantó, fue al servibar y sacó dos cervezas, dos más. Me llevó de nuevo a la bañera y me lavó el pene con el teléfono de la ducha. La frialdad del agua, hizo que se me encogiera la polla y entonces ella me hizo sentar en el borde de la bañera y me dijo:
– Quiero mamártela.
Me pareció muy bien y más cuando me pidió que dejara escurrir muy despacio la cerveza sobre mi estómago, hacia abajo. Cuando terminó de chuparme la polla y la cerveza ya estaba trempando otra vez y quise levantarme, pero ella siguió mamando hasta beberse toda mi leche.
Destapó entonces la bañera y abrió las llaves del agua, enjabonándome todo y comiéndome a besos. Recién bañados nos fuimos a acostar y yo la hubiera follado otra vez, pero mi “hijo predilecto” no respondió. Así que la abracé y pegándome a su culo, me fui quedando dormido.
Al día siguiente me maravillé al despertar con ella al lado, desnuda y despatarrada en la ancha cama. La admiré y la acaricié con mucho cuidado. Abrí un bote de lubricante y empecé a aplicárselo en el coño y sin despertarla, le fui abriendo el coño y le metí la cabeza de la verga con mucho cuidado. Una vez encarrilada, se la metí de un golpe, aunque me lastimé un poco. Ella dio un gritito y abrió los ojos, y al verme musitó:
– ¿Otra vez ahí, canalla?
La segunda vez fue mejor y con público. Pasé el mes entero fantaseando con mi regreso, luego de la noche maravillosa pasada con Patricia, de la que me había despedido al día siguiente, tras un apresurado polvo mañanero. Nos habíamos duchado, la besé con ardor y nos dijimos adiós. Pero sabía bien, sabíamos ambos, que un mes después coincidiríamos otra vez en aquella ciudad.
Así pues, 27 días después entré al aula con mi uniforme de batalla: jersey de tweed, corbata tejida y pantalones entre verde y café, y me llevé una decepción al no verla. Empecé a dictar la clase, un poco mohíno, cuando ella hizo su entrada. Iba vestida para matar. Su cabello había crecido un poco y lo llevaba atado a la nuca con un lazo rojo, su habitual blusa tejida era, ésta vez, extremadamente ceñida y su escote mostraba una buena porción de su generoso pecho, y abajo una breve minifalda a medio muslo, y unos calcetines eran lo único que cubría sus largas piernas.
Me hizo un gesto y se sentó atrás y cuando estuvo en su sitio, con el resto del grupo dándole la espalda, me sonrió con absoluta picardía y abrió sus piernas ligeramente, mostrando que no llevaba nada bajo la falda. Toda la tarde estuvo provocándome y yo, contra mi costumbre, tuve que terminar la clase sentado tras el escritorio, para disimular el bulto. Y se fue apenas terminó la clase, la muy zorra. Yo respondí dos o tres preguntas e hice algo de meditación trascendental para que la verga recuperara una posición discreta, y marché rumbo al hotel, para esperar el día siguiente. Y, naturalmente, ella esperaba en el vestíbulo.
Subimos al ascensor, nos fuimos besando con ardor y cuando llegamos a mi habitación ya estaba yo empalmado otra vez. Follamos con el hambre de un mes, de pie, con su espalda apoyada en la puerta misma de la habitación y sus piernas rodeando mi cintura, y luego ella sacó su cigarrillo, lo encendió y se acodó sobre la ventana, que quedaba unos quince metros sobre la plaza principal de la ciudad, llena a aquella hora del atardecer.
Ella se había puesto su blusa, sin el sujetador y nada abajo. Yo me eché encima la camiseta y me puse detrás de ella.
Mientras mirábamos a la gente de la plaza y la gente nos veía a nosotros, la empecé a masturbar con la mano derecha mientras con la izquierda, cuyos dedos ensalivé abundantemente, le acariciaba la entrada del culo. Ella empezó a danzar, siguiendo el compás de la música que se elevaba desde un puesto de la plaza, y con sus meneos apretaba y jugaba con mis dedos.
Fui metiéndole el índice y el medio de la mano izquierda en el culo y ella seguía bailando. En un momento dado desocupé mi mano derecha, me puse abundante saliva en la verga y luego, con la izquierda, la obligué a abrir más las piernas y reclinarse un poco. No hablábamos. Cuando empecé a introducir mi miembro en su estrecho ojete, ella dijo:
– Ve despacito, mi amor, con cuidado.
Yo la obedecí. De hecho, me quedé quieto y dejé que ella, que reanudó su bailoteo, controlara el ritmo del deslizamiento de mi pene. Cuando lo tuvo hasta el fondo se quedó quieta, se reclinó un poco más y dijo:
– ¡Fóllame, fóllame con fuerza, mátame, mi amor!
Le di, le di con fuerza, y en ese meneó estaba, sin pensar en nada, cuando observé que Lidia, otra chica del grupo, nos miraba fijamente desde la plaza pero cuando notó que yo la veía, caminó rápidamente hacia los portales. No estaba seguro de que se hubiera dado cuenta de que yo la estaba viendo, pero el hecho es que se movió. Adelanté mi cabeza para ver si Patricia lo había notado, pero tenía los ojos cerrados. Como en el intervalo, aunque todo duró mucho menos tiempo del que se tarda en decirlo, había yo detenido mis embestidas, Patricia murmuró:
– ¡Fóllame, cabrón, no pares!
Yo terminé lo que estaba haciendo inundando su ano con mis jugos. Ella entonces me dijo que tenía hambre, por lo que nos dimos una rápida ducha y salimos. Fuimos a un restaurante discreto y elegante, que nos permitió comportarnos como recién casados, y regresamos tarde al hotel, entonados y felices.
Follamos dulcemente antes de dormir, y al día siguiente solo tuvimos tiempo de bañarnos, vestirnos y salir corriendo para llegar a tiempo al curso que, a petición suya, cada cual se fue por su lado.
Cuando entré, vi a Lidia en primera fila, y al darme el ritual beso de saludo, me apretó algo más y rozó con los suyos la comisura de mis labios. Me separé un poco asustado y ella, sonriendo con picardía, me guiñó un ojo. Justo entonces entró Patricia en el aula y empezó la clase, que sería la última.
Lo que me deparaba la celebración de fin de curso, es una historia que hay que contar aparte, cosa que haré más adelante…
Besos.