Relato erótico

Buenas propinas y algo más

Charo
8 de abril del 2021

Lo que nos cuenta ocurrió cuando tenía 18 años. Cogió un trabajo de repartidor para sacarse un dinerito. El primer día le pareció que el trabajo no era demasiado pesado y se sacó buenas propinas y algo más.

Jordi – Barcelona
El primer día de trabajo, con todo el dolor de mi alma, me levanté a las siete de la mañana y llegué a la hora indicada al comercio. El encargado, un ogro seboso vestido con una bata azul, me recibió sudando y con cara de pocos amigos. Me saludó sin mirarme a la cara mientras recogía cajas y cargaba paquetes. El teléfono no dejaba de sonar. Las cajeras, dos chicas escandalosas aún más jóvenes que yo, todavía se estaban cambiando. Los primeros encargos ya estaban preparados, así que me dio las direcciones y comencé a repartir. A pesar de que era uno de esos días veraniegos abrasadoramente blancos y alucinógenos, descubrí que era un trabajo monótono, menos agotador de lo que había pensado. En aquella época, en verano, en Barcelona, muchas familias pasaban un tiempo largo de vacaciones, no quedaba demasiada gente en el barrio.
Aquella primera mañana fue muy tranquila, no tuve que llevar demasiados pedidos y en todos ellos me gané una buena propina. Ya se acercaba la hora de la comida y al volver al súper, el encargado me ordenó que llevase el último de la mañana y me fuese a comer. El cliente había rogado que se lo acercásemos lo más tarde posible. Supuse que era alguien que no le gustaba demasiado madrugar. Llevé el pedido a un apartamento en una calle vecina, frente a la pared de un colegio de monjas, que, por supuesto, estaba cerrado por vacaciones. El sol de mediodía hacía arder la acera y fue un consuelo entrar en la sombra de la entrada. Llamé al interfono y me abrieron desde arriba sin ni siquiera preguntar.
Cuando la enorme puerta de hierro se cerró detrás de mí, entré, temblando con alivio, en un clima diferente, en otro aire, en una región extranjera y fría del año. Subí al apartamento y me abrió un hombre joven, moreno, con unos grandes ojos almendrados, de un negro azabache, como su cabello ensortijado y el enorme bigote que le daba un aspecto moruno. Iba vestido con unos “shorts” y una camisa abierta a través de la que asomaba un torso velludo. Llevaba en la mano un cuaderno tamaño folio. Se hizo a un lado y me dejó pasar. Una leve corriente de aire cálido que había soplado mientras la puerta estaba abierta cesó repentinamente al cerrarse ésta. Dejé la carretilla en la entrada y cogí la primera de las cajas. Era increíblemente pesada, el cabrón del encargado la había llenado hasta el tope. Avancé unos pasos, el apartamento estaba sumido en una agradable en penumbra. Tras un corto pasillo, llegué al recibidor, a la derecha había una cocina americana, la ventana del balcón estaba entreabierta, las cortinas oscuras echadas. Desde un sofá bajo, una voz de mujer me saludó alegremente. Levantó la cabeza y dijo:
– Permite que te ayudemos. Estás chorreando… Ignacio, por favor, ayuda al muchacho. No te romperás.
– El lumbago me va a matar y este chico parece estar cachas -respondió el morenazo de los bigotes, que, al parecer, respondía al nombre de Ignacio.
– ¡Qué no ves que está sudando a mares!

– Eso es bueno para la piel.
El tal Ignacio apareció unos segundos con una caja de galletas María. Así que, obviando su ayuda, cuando acabé de vaciar la primera caja, volví al recibidor y cogí la segunda. Pesaba aún más que la primera, el encargado había puesto todas las bebidas juntas. Al dejarla en la cocina, tenía la camiseta empapada de sudor.
– ¿Quieres tomar una cerveza con nosotros? – me dijo la mujer
– Sí, muchas gracias, será un placer, ya no tengo que volver hasta las cinco – le respondí
– Dale una cerveza al muchacho, Ignacio.
Me pasó una lata de cerveza suave, fresca, rubia, dorada, que entraba como el agua y luego ya veríamos cómo saldría.
– Si no tienes nada mejor que hacer, ¿quieres quedarte a comer y nos ayudas a ensayar? Yo no puedo hacer dos papeles al mismo tiempo – propuso Ignacio.
– ¿Qué estáis ensayando?
– Un pequeño número. Marcela trabaja en una sala de fiestas del centro.
– ¿Y qué se supone que tengo que hacer?
– El chico que es mi pareja en este número no ha venido, así que tendrás que ocupar su sitio. Así Ignacio podrá corregir los errores, que es a lo que ha venido – intervino Marcela
-Por mí está bien, pero, ¿me podría asear un poco antes?
– Claro, claro, por supuesto. Estás hecho una pena. Te puedes duchar, el cuarto de baño está a tu espalda. Encontrarás toallas limpias. Ignacio, ¿puedes sacar una camiseta del armario del dormitorio para este chico?
Ignacio entró en el dormitorio, intentó abrir la puerta del armario, pero estaba cerrada.
-Marcela, cariño, el armario está cerrado, ¿dónde tienes la llave?-dijo
– Espera, cariño, ya voy yo a abrirlo – respondió Marcela
Se levantó del sofá. El corazón me dio un vuelco y sentí que la cabeza se me iba, quizá ayudada por la ingestión de la cerveza en ayunas. Era una mulata, casi tan alta como yo, algo entrada en carnes, iba vestida únicamente con ropa interior: sujetadores y braguitas a juego. Supongo que me quedé pasmado y, mirándome a los ojos, me dijo divertida.
– Perdona, no esperábamos visitas y hace un calor que no hay quien lo aguante.
– No, no pasa nada. En realidad, me parece mejor así -contesté mientras ella entraba en el dormitorio.
Pasándome una camiseta blanca de algodón y unos “shorts”, me dijo:
– La camiseta es grande, pero solo tengo unos pantalones tejanos cortos para que no te vuelvas a poner esa ropa sudada. Creo que te irán bien, aunque son de chica y los sentirás un poco raros… pruébatelos a ver si te sientes cómodo.
Entré en el cuarto de baño y tomé una ducha fría, lo necesitaba después de ver a Marcela en paños menores.

Me encontraba bajo el chorro de agua, absorto en refrenar la erección, aparatosa, cuando escuché la voz de Ignacio:
– Cara de ángel, te has dejado la cerveza – al tiempo que corría la cortina de plástico – ¡Por Dios! ¿Todo eso es tuyo?
– ¡Hostias! No sabía que estabas aquí… No es nada, solo que tú amiga me ha puesto un poco nervioso.
– Creo que no entiendes que terreno pisas – respondió Ignacio
Con toda la sangre que debía haber regado mi cerebro agolpándose en los cuerpos cavernosos de mi polla, no presté suficiente atención a estas últimas palabras y acabé de ducharme con la más absoluta tranquilidad.
Mientras me secaba, me vestía y me peinaba, apuré el resto de la cerveza que, recuerdo, continuaba deliciosamente helada. La pareja, libreto en mano, no prestaba atención a la futura diva y repetía la canción del Libro de la Selva, “El plátano es sensacional” entre grandes carcajadas ante cada nuevo “¡Plátano Baloo!”
– ¿Ya estás listo? ¿Os parece si primero comemos y luego ensayamos? – propuso Marcela.
– Por mí, perfecto, ya es hora de descansar – añadió Ignacio
– Por mí, también, perfecto, aunque quizá sea un poco pronto. ¿Vosotros tenéis apetito? – les pregunté
– ¡Qué si tengo apetito! ¡Mi apetito es mi perdición! – dijo Marcela.
– Yo con las bananas que he visto antes, lo que creo que lo que me voy a
coser es el culo, el apetito también es mi perdición – dijo Ignacio y los dos comenzaron a reír.
– Bueno… ¿qué os parece si preparamos una ensalada rápida entre los tres y luego continuamos con los ensayos? – terminó Marcela.
Nos pusimos manos a la obra. En la radio sonaban una detrás de otra las pegadizas canciones del verano de mil novecientos ochenta y tantos.
Recuerdo como, mientras cortábamos la lechuga, los tomates y las zanahorias, los tres bailábamos siguiendo el ritmo alegre y desenfadado de la música. Preparando la comida, me fue imposible no fijarme en Marcela; a los dieciocho años, una mulata en ropa interior, bailando a tu lado no te deja pensar en ninguna otra cosa. Estaba de espaldas a mí, cuchillo en mano, troceando salvajemente la ensalada, y podía admirar como sus caderas se movían con violencia siguiendo la cadencia de la sección de viento de la banda, como si quisiese demostrar la fortaleza de su musculatura pélvica.
Tenía un culo redondo, sólido, rotundo, algo levantado; la cinta posterior de la braguita-tanga se hundía sus cachetes. Sus caderas, se movían al ritmo de la música.
Sus piernas pulidas como azabache, rebosaban poderío; sus muslos, excepto por la lisura de su piel, eran más propios de un culturista que de una bailarina, y sus gemelos, dos rocas perfectas dignas de un dios griego, oscilaban sobre unos escuálidos tacones de aguja que a duras penas conseguían sostener aquel cuerpo blindado. Los movimientos de Ignacio, que estaba preparando una salsa, tenían más gracia, mezclaban la expresividad de los brazos morenos con la ligereza en los movimientos de los pies.

Sus gestos al bailar tenían un punto de picardía en los movimientos. Su culo, que no tenía nada que envidiar al de Marcela, aparecía como dos pequeñas esferas bajo su pantaloncito. Sus piernas, fuertes y velludas conducían su cuerpo con una ligereza insospechada.
Como el baile nunca ha sido lo mío, mi cuerpo se mueve ridículamente, siempre dos compases por detrás de cualquier ritmo.
Una vez acabados los preparativos, nos sentamos en unos taburetes altos de madera, colocados frente a la barra que separaba la cocina americana de la sala de estar. La ensalada que habíamos ayudado a preparar entre los tres estaba deliciosa. Lo comenté en voz alta y Marcela me respondió:
– Ignacio vive al lado del mercado de la Boquería, siempre que viene a casa le encargó la compra antes de que suba.
– Las vendedoras siempre tienen para mí las mejores hortalizas del mercado – añadió Ignacio- los mejores pepinos, zanahorias y berenjenas.
Después de comer me explicaron en qué consistía el espectáculo.
– ¿Qué clase de número estamos ensayando? – pregunté
– Un número que tendrá mucho éxito. Mi trabajo es más difícil de lo que te pueda parecer a simple vista. Son horas y horas de ensayo para que al final luzca con naturalidad.
El número que tenía que aprender era, al parecer una coreografía, en ella Marcela era un Ama dominante y debía someter a un esclavo. No supieron explicarme nada más y la verdad sea dicha, no me impresionó para nada aquel guión. El papel que yo debía simular era muy pasivo y no requería, según ellos, ningún talento especial.
Ignacio puso la música y comenzamos la representación. La canción que sonaba a toda castaña era “Death On Two Legs”, de los Queen. Mi papel, por el momento, consistía en permanecer arrodillado en el centro de la sala mientras nuestra amiga iniciaba una aproximación amenazante pisando con fuerza el suelo del apartamento. Vista desde aquella perspectiva, la figura de Marcela era aterradora: cada paso que avanzaba hincando un pie delante del otro me recordaba a la estampa maligna de un hermano marista a punto de clavarme una bofetada en el colegio.
Aquello no pintaba bien. Se aproximaba malintencionada, la tenía a menos de un metro y había algo en su figura que no encajaba, aunque no era capaz de adivinar el qué. Levantó un pie, la enorme suela de su zapato eclipsó todo mi campo de visión y cuando la puntera tocó mi frente, el estilete del tacón de aguja quedó solo a unos milímetros de mis labios. Y entonces lo descubrí, hacía falta estar ciego para no haberlo visto.
Bizqueando incrédulo, descubrí bajo el encaje de sus braguitas, que una cordillera de carne ocupaba el lugar donde debía haber estado la grácil silueta del monte de Venus.
– ¡Por la puta calavera de Satán! ¡Marcela, eres un travestí! – exclamé

– ¡Bien visto, cariño! Pero no te dediques a investigador privado – repuso Marcela
Retiró el zapato de mi cara y bajó la pierna. El pene del transexual apenas cabía en el reducido espacio que le dejaban los elásticos de las braguitas, era prácticamente imposible no haber reparado en él.
– Macho, hace falta ser corto de vista para no haber visto ‘eso’. En reposo es como una manga de bomberos, pero si se pone en acción ni siquiera tú te puedes comparar. -dijo mirando fijamente mi entrepierna-
Los dos, Marcela y yo, seguimos la dirección de su mirada. Con los “shorts” vaqueros femeninos que me habían prestado, mi miembro viril había vuelto a su habitual estado de firme vigilia y asomaba orgulloso por encima del botón de la cintura que me había olvidado de abotonar.
– Este… no sé qué decir – respondí, con la cara de roja de vergüenza.
– No digas nada, cariño, yo también me he emocionado – continuó Ignacio, abriendo sus pantalones y mostrándonos su colita.
– Será mejor que te quites los pantalones o te la vas a estrangular – me dijo Marcela haciendo un gesto con la cabeza para señalar mi entrepierna
Desabotoné el resto de la bragueta y mi polla agradecida brotó con energía. Ignacio me dio la mano para ayudarme a levantar.
– Ven apóyate aquí, antes de que te dé algo – me dijo, conduciéndome a uno de los taburetes en los que habíamos estado sentados comiendo – ¡Qué mala cara tiene esto! Fíjate, se está quedando amoratado, debe ser la falta de oxígeno. Tendré que hacerle un boca a boca a tu hermanito para salvarle la vida.
Se agachó delante de mí, le oí decir: “¡Plátano Baloo!” Y sentí como mi polla se sumergía blandamente en el cálido océano de sus labios. Era una sensación agradable el cosquilleo de su bigote contra mis bajos.
Su bomba de succión era deliciosa, muy superior a la de todas las chicas con las que había estado hasta entonces. Los labios de Ignacio se separaron de mí y tomaron el ciclópeo rabo de Marcela que ya apuntaba al techo aproximándose a su apogeo.
En pocos minutos de esta manipulación sentí que me iba a correr sentado en aquel taburete. No pude contenerme, el fuego se extendió desde mi bajo vientre a los muslos y prendió mis entrañas. En una explosión de fuegos artificiales, una lluvia de semen saltó por encima de la cabeza de Ignacio que continuaba sacando brillo al cañón de bronce del travestido.
Los rizos negros de su pelo quedaron salpicados por un diluvio de leche.
– Cara de ángel, avísanos antes de correrte – me recriminó Ignacio
– Siento… siento haberte manchado – me disculpé
– No, si es para que la próxima vez me lo tires por la cara, me da un morbo tremendo – respondió él.
– Ven, déjame hacer a mí – dijo Marcela, apartando a Ignacio y poniéndose de rodillas delante de mí.
Limpió con la lengua los últimos goterones espesos de semen, tomó mis testículos con la mano y los acarició por un momento. Yo, como ya he dicho, tenía entonces dieciocho años y ante una situación tan morbosa, la recuperación fue instantánea. Las prácticas lingüísticas de Marcela revertieron los efectos perniciosos de la gravedad y en menos de un minuto, se tuvo que apartar.

– ¡Cariño!, vaya polla, no me cabe en la boca – dijo Marcela
– ¿No has dicho que te la ibas a coser? – dijo Ignacio
– Sí, cariño, esta banana alimenta pero no engorda. Tú también has dicho que te ibas a coser el culo, pero antes de hacerlo, seguro que quieres probar a nuestro amiguito – respondió Marcela.
Marcela me indicó, llevándose el dedo índice sobre los labios, que no hablase. Untó su ariete con margarina dietética, lo situó sobre el esfínter de nuestro amigo que en la posición en la que estaba no podía ver nada y lo enterró con lentitud.
De la boca de Ignacio solo se escapó un gemido ronco. Cuando lo tuvo todo dentro tomó más margarina, engrasó su propio ano y dirigió mi miembro hacia él, al tiempo que murmuraba: “¡Plátano Baloo!”.
Sentí que me sumergía patinando en las entrañas de Marcela. Su cuerpo se apartó para dejarme entrar y después se volvió a cerrar abrazando cálidamente mi miembro. Empecé a moverme en su interior y ella dentro de Ignacio.
Formábamos un extraño insecto de seis piernas que se agitaba entre gemidos, gruñidos y sollozos. Recuerdo la suave calidez de las nalgas pulidas del travestido cuando mi cintura golpeaba contra ellas y la fragancia de sexo que invadió la habitación al cabo de pocos momentos. La temperatura subió rápidamente, teníamos el cuerpo bañado en sudor, podía beber las gruesas gotas que perlaban la espalda de la mulata mientras bailábamos clavados unos dentro de otros. Finalmente, ella gimió profundamente, su cabeza se venció hacia atrás, su cuerpo se detuvo un instante y sentí que una serie de espasmos en su esfínter estrujaban con violencia mi pene. Los tres nos detuvimos unos segundos. Luego ella dijo:
– Dejadme descansar un rato, por favor, os lo pide una señorita.
Marcela se separó de Ignacio, pero me retuvo dentro cuando yo quise separarme de ella. A continuación, avanzó un paso y se apoyó contra la barra de la cocina. Ignacio se colocó detrás de mí, se arrodilló y sentí su bigote acariciarme la rabadilla un segundo antes de que su lengua se hundiera en mi ano.
Cuando se hubo asegurado que estaba bien lubricado me hincó su pollita, murmurando: “¡Toma plátano, Baloo!” La penetración no me dolió, todo lo contrario, fue una sensación verdaderamente placentera. Al igual que lo fue sentirlo a mi espalda, agarrando mi cintura, mientras culeaba con rapidez. Sentí una agradable sensación de asfixia emparedado en el cuerpo de mis dos amantes.
Esta vez el baile fue más largo, era como estar en la gloria celestial follar y ser follado al mismo tiempo. Es una sensación maravillosa que todos los que la hayáis experimentado podréis confirmar.
Cuando me corrí, Ignacio también lo hizo dentro de mi culo en un arrebato de éxtasis colectivo. Permanecimos los tres quietos. El blanco reloj de la cocina marcaba las cinco y media. Era mi primer día de trabajo y ya llegaba media hora tarde. Les dije que tenía prisa, que no podía continuar más rato allí. Marcela me propuso un trato:
– Cara de ángel, si todo lo que quieres es ganar algunas pesetas, ¿por qué no trabajas conmigo? Tienes “algo” que es muy difícil de conseguir. Nuestro número sería un éxito.
– No digas chorradas, como voy a aparecer en público en pelotas y follándome a un travestí.
– Eso no es un problema. Con una máscara y la ambientación adecuada nadie tiene que saber que eres tú. Podríamos darle un toque gótico…
De esa forma, aparentemente tan sencilla, dejé de trabajar como repartidor eventual y comencé mi efímera carrera en el mundo del espectáculo. Sin embargo, aún después de muchos años, no he conseguido desembarazarme totalmente de mi debilidad por aquel trabajo.

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