Relato erótico

Ansiosa de amarlo

Charo
1 de febrero del 2019

Hacía tiempo que no lo veía y cuando la llamó para ir a cenar, su cuerpo tembló. Tenía ganas de abrazarlo, besarlo y de que la poseyera. Se vistió, se perfumó y salió en busca de su amado.

Raquel – Madrid

Bajo la ducha imaginaba como se desarrollaría la noche, veía su bronceada piel, su barba de un par de días, sus ojos negros, sus poderosas manos… todo en él me atraía y provocaba que mi cuerpo se despertase como si hubiera pasado largos años de hibernación. Decidí ponerme el conjunto de encaje azul pálido, aún no lo había estrenado y aunque nunca me he sentido muy segura con el tanga, intuía que sería una noche especial. Encima, opté por mi ajustado traje de chaqueta y pantalón y por un hermoso chal que me habían regalado hace poco. Contemplé mi imagen en el espejo y retoqué levemente el maquillaje, el resultado final me satisfizo así que completé el conjunto con unas gotas de perfume repartidas por distintos y estratégicos lugares.
El taxi me dejó en la puerta del restaurante, atravesé la puerta de entrada y casi sin darme cuenta él estaba delante de mí, iba vestido casi como me lo había imaginado, camisa blanca inmaculada y pantalones de color gris oscuro, muy elegante. Se acercó a mí y me besó ligeramente en los labios, fue casi como un soplo de aire, no pude saborearlo, pero aún así su aroma me envolvió por completo.
Durante la cena yo apenas probé bocado mientras que él lo hacía con apetito, nuestra conversación fue amena y divertida, salpicada de silencios, miradas y caricias de nuestras manos. Tras haber pagado la cena me tomó de la cintura, me acompañó al coche y mientras me abría la puerta me dijo:
-Quiero enseñarte un bonito lugar a las afueras de Madrid.
La música que sonaba por los altavoces era suave y evocadora, transitábamos por una carretera sin apenas tráfico mientras que una ligera lluvia mojaba el parabrisas.
Aparcó en el arcén de la carretera de una especie de colina que habíamos subido, se bajo del coche y me hizo salir también a mí, apenas dijo una palabra, la fina lluvia nos empapaba, desde este lugar podían observarse las luces de la ciudad, un baile multicolor de luces. Mi espalda apoyada en su pecho y los dos como unos niños que no tienen prisa por resguardarse de la lluvia. Note sus labios sobre mi cuello, sus manos recorrían mi cuerpo como si tocaran un arpa, puso una mano sobre mi vientre y me apoyo sobre el capó, sus dedos desabotonaron mi pantalón y lo fueron bajando lentamente, se agachó hasta situarse entre mis piernas, besó mis nalgas y las martirizó restregando sus mejillas sin afeitar sobre ellas, mi cuerpo estaba fuera de control, tan solo le obedecía a él.
Sus expertas manos comenzaron a regalarme caricias íntimas que me provocaban ahogados suspiros, lentamente, alternando ritmos, haciendo que mi humedad fuera cada vez mayor, acercándome cada vez más al clímax.

Y allí, en medio de la nada, bajo la lluvia, donde cualquier vehículo que pasara podía observarnos, separó la tela de mi tanga y sus hábiles dedos separaron mis nalgas para con absoluta destreza llenar mi entrada trasera disfrutando del placer que los antiguos griegos dominaron y perfeccionaron. Notaba su ardiente y palpitante sexo en mi interior, perforándome, llenando cada milímetro de mi interior, provocándome un placer que hacía mucho tiempo que no disfrutaba y llevándome a alcanzar un orgasmo que terminó con ambos exhaustos y empapados sobre el coche.
Tras unos segundos de reposo intentamos recomponer el desaguisado que eran nuestras ropas, nos miramos a los ojos, nos reímos con una sonora carcajada y volvimos al interior del vehículo para seguir rumbo al hotel. El viaje hasta nuestro destino fue corto y silencioso, en el ambiente sólo se respiraba la calidez de los momentos vividos apenas unos minutos antes, el sudor y los aromas salados e intensos llenaban el coche, y yo, con mi cabeza recostada sobre su hombro, mordía mi labio inferior intentando discernir que me depararía el resto de la noche.
El sitio era muy coqueto, tranquilo y apartado, se trataba de un antiguo caserón de alguna familia noble reconvertido a hotel, rodeado de arboledas por casi todas partes, no resultaba fácil descubrirlo desde la carretera. Atravesar la puerta de entrada fue como cruzar una línea del tiempo, olores a lavanda, madera, cuero y tabaco me hicieron recordar por momentos mi niñez en la casa de mis abuelos paternos. En recepción tan sólo había una elegante señora que rápida y discretamente nos ubicó en una de las habitaciones del primer piso.
La habitación era amplia, limpia y decorada en estilo sencillo, un amplio balcón entreabierto permitía divisar una pequeña laguna en la que la luna y las estrellas se reflejaban con una claridad que más parecía que flotaran sobre el agua, el viento había dispersado la tormenta y ya no llovía, el frescor de la noche y el olor a tierra empapada se colaba por la puerta del balcón.
Sus manos acariciaron mi nuca, mi corazón volvió a palpitar desbocado, nos besamos con lujuria, su lengua recorría y exploraba cada milímetro de mi boca, sus manos recorrían mi espalda y acariciaban mis muslos, gotas de sudor rodaban por mi cuello. Me tomo en sus brazos y me depositó sobre la cama, sus dedos comenzaron a desabotonar mi ropa y rápidamente me vi en ropa interior. Se levantó y se acercó a uno de los cajones del armario, de él sacó unas telas negras y sedosas. Se acercó a mí y me besó nuevamente, ni siquiera le pregunté que iba a pasar, lo intuía, lo deseaba.
Vendó mis ojos con una de aquellas telas, y con el resto ató mis manos y piernas a los distintos lados de la cama. Sus dedos acariciaban mis labios, mi cuello, notaba sus labios recorrer mi vientre, su legua jugaba con mi ombligo.

Hábilmente se deshizo de mi sujetador, sus dedos acariciaban mis pechos, dibujaban círculos sobre mis pezones consiguiendo que éstos se endurecieran como el granito, su boca se acercó a uno de ellos y comenzó a chuparme y saborearme, provocando que mi excitación aumentara y consiguiendo que la humedad de mi entrepierna fuera ya más que patente. Sus dedos recorrían mi sexo separados únicamente por la fina capa de tela de mi tanga llevándome al paroxismo. Retiró la venda de mis ojos, me costó unos segundos aclimatarme a una mayor claridad, me besó y me susurró al oído:
– Enseguida vuelvo, espérame, no te vayas…
Yo sin decir nada, vi como lentamente salía de la habitación y dejaba la puerta semi abierta. Allí estaba yo, prácticamente desnuda y atada a la cama de un hotel, la puerta de la habitación abierta y yo expuesta a cualquier mirada de aquél que pasara por el pasillo del hotel. La primera en pasar fue una mujer de unos treinta y tantos años con traje sofisticado y zapatos de aguja, pasó lentamente por delante de la habitación, su mirada hacia mí fue altiva y desagradable, minutos después fue una camarera jovencita que atravesaba el pasillo con paso acelerado, su mirada fue de sorpresa y a la vez rubor y el último que pasó por delante de la puerta de mi habitación fue un caballero que estaría en la cuarentena, elegante y con paso firme, durante apenas un segundo se paró delante de la puerta y su mirada denotaba claramente el deseo y a la vez las dudas.
Habrían transcurridos unos 20 minutos cuando regresó a la habitación, cerró la puerta tras de si y comenzó a desnudarse con parsimonia, ante mí descubrí a un Adonis muy bronceado.
Lentamente se acercó a mí por uno de los costados de la cama, su sexo colgaba cerca de mi cara y yo estiré mi cara para intentar atraparlo con mis labios, sin embargo él apenas me dejaba rozarlo, durante muchos minutos me hizo rabiar, apenas me dejaba probar su erguido sexo, lo mantenía a una distancia en la que tan solo podía rozarlo y quizás esto hacía que mi deseo por poder degustarlo fuera mayor a cada instante. Por fin pude disfrutar de su sabor, salado, intenso y fuerte, mis labios se apoderaron de él recorriendo una y otra vez su tronco de arriba abajo, la calidez de mi boca acunaba su sexo, mientras el mío palpitaba de deseo e impaciencia. La fruta de mi placer abandonó mi boca, muy despacio comenzó a bajar por mi cuerpo, su glande acarició mis pechos en su descenso hasta situarse entre mis piernas, besó mi pubis mientras desataba mis piernas y cuando yo tenía intención de enlazarlo con ellas me hizo girar y quedar tumbada boca abajo.
Una de sus manos comenzó a acariciar mi ensortijado vello púbico, lentamente sus dedos recorrían mis labios íntimos que se abrían a él como una flor en primavera, empapada de un rocío especial que sus caricias hacían brotar de mi interior.

Mientras dos de sus dedos me penetraban dulcemente, su otra mano acariciaba mi abultado clítoris, haciendo que todo mi cuerpo temblara y que el manantial que nacía en mi interior fluyera con mayor ímpetu.
Separó aún más mis piernas, y con uno de sus dedos empapado de mi íntima esencia comenzó a horadar mi culito.
Segundos después sustituyo su dedo por su imponente sexo que me penetró produciéndome unas pequeñas molestias apenas perceptibles gracias a sus caricias, sus penetraciones eran rítmicas, profundas, en ocasiones rudas y casi animales, mi placer era en ese momento inmenso y apenas unos segundos después de que inundara mi interior, yo, me derramé en un orgasmo devastador que me derrumbó sobre la cama. Durante bastantes minutos permanecimos así, agotados.
Comencé a sentir sus labios en mi espalda, sus besos recorrían mi espina dorsal, hasta mi cintura, se detenían en mis nalgas y se adentraban en mis muslos. Su lengua comenzó un lento recorrido por mi sexo, de arriba a abajo y viceversa, la humedad de su boca se mezclaba con la que nacía en mi interior y su lengua la repartía por todos los pliegues y rincones de mi sexo. Sus labios se apoderaron entonces de mi clítoris llevándome a un grado de tensión máximo, momento en el que sus dedos aprovecharon para penetrarme. Y de esta forma, sin darme tregua ni descanso, hizo que me derritiera en su boca una y otra vez hasta terminar desfallecida y sin fuerzas.
Ni siquiera recuerdo cuando me dormí, ni tampoco cuando abandonó la habitación, tan sólo sé que me desperté embriagada de placer, con agujetas y con un trozo de seda negro anudado en forma de lazo en mi muñeca derecha. Tan sólo ha pasado una semana desde entonces, y aún tengo a flor de piel todo lo vivido esa mágica noche, espero volver a tener noticias suyas pronto. Suena el teléfono a lo lejos y me saca de mis sueños. Quizás, quizás… martillea mi mente mientras me apresuro a descolgar el auricular.
Un abrazo.

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