Relato erótico

Amplié mis conocimientos

Charo
30 de marzo del 2020

Era su primer día en la facultad y también fue su primer día para descubrir cosas sobre su sexualidad. Su viaje en autobús fue el inicio de una nueva “amistad”.

Lidia – Barcelona

Yo tenía 18 años recién cumplidos, acababa de terminar mi etapa escolar con unas notas muy buenas, y el hecho de entrar en la universidad era como tener ante mis ojos una nueva vida: nuevos amigos, nuevos planes de fin de semana, distintas preocupaciones…
En el colegio no lo había pasado muy bien que digamos, y encima ya había sufrido bastante en el terreno emocional. Nunca me había considerado una chica guapa, quizá por culpa de mis complejos infantiles, y eso me hacía perder oportunidades de oro para conocer chicos. A veces me sentía invisible y me encerraba en mi coraza, para protegerme, cuando en realidad los demás se morían de ganas de acercase a mí.
De pequeña era gordita, siempre llevaba pelo corto y me escondía tras unos jerséis enormes que no me favorecían nada. Pero poco a poco fui creciendo, mi cuerpo cambiaba, y aunque yo no fuese demasiado consciente de ello, los demás sí que se sorprendían con mi transformación. Ahora pesaba 50kg, medía uno 1’65m, lucía una melena ondulada color miel que me caía hasta la cintura y podría presumir de tener un culo envidiable, ni muy grande ni muy pequeño.
Llevaba dos años dando clases de salsa y merengue en un gimnasio, por lo que me había tonificado glúteos y piernas hasta conseguir una bonita figura. Me gustaba ponerme vaqueros muy ajustados para ir a clase, porque me favorecían y marcaban mis curvas al máximo y así me sentía poderosa al observar como los chicos se giraban al verme pasar. Yo me hacía la loca y hacía ondular mi melena con un gesto rápido de la cabeza, mientras me alejaba tamborileando en el suelo de mármol con mis botas de tacón.
Tengo que decir que en general soy una chica muy alegre, siempre voy cantando, riendo y bailando, y mis amigas suelen decir que con mi perenne sonrisa parezco la hermana de Jóker. Esa mañana en la que empezaba mi primer curso en la facultad de Turismo me había arreglado a conciencia para resultar atractiva y sexy, pero no demasiado. Quería causar buena impresión, así que opté por mis ya gastados vaqueros y una camiseta sin mangas de lycra turquesa. Dejé que el pelo suelto cayese haciendo bucles sobre mis hombros, y tras echarme unas gotas de perfume, me miré en el espejo.
Bastante bien, pensé, aunque se me marcaba el sujetador de encaje bajo la camiseta, tan fina y elástica. Decidí no hacerle mucho caso, pues iba con prisas, cogí mi carpeta y salí pitando a coger el autobús. Había bastante gente esperando en la parada, así que me puse en la cola y me dispuse a esperar. Hacía una brisilla fresca típica del otoño, a pesar de ser todavía finales de verano, por lo que sentí un escalofrío travieso recorriéndome la espalda cuando la melena me acarició la nuca. Entonces la vi observándome. Era una chica bastante alta, morena, con el pelo largo, lacio y muy brillante.

Llevaba puesto un ligero vestido rojo que le llegaba a cubrir hasta un poco más abajo del culo, pero que insinuaba sus curvas bien formadas bajo la fina tela de algodón. No llevaba tacones, sino unas sandalias planas de tiras de cuero, pero aún así sus piernas se veían firmes y estilizadas, como las de una deportista. Tenía la piel de color canela y bronceada por muchas horas de sol, los ojos verdes y grandes, y lo que más llamó mi atención fue su boca.
No iba maquillada, pero aún así sus labios carnosos y bien definidos brillaban con los primeros rayos de sol de la mañana. Me sorprendí con la mirada fija en su boca, y al ser consciente de ello bajé la vista, avergonzada.
Pero ella continuaba mirándome, observándome de reojo con aparente discreción. Me pregunté por qué me estaba mirando tanto, qué era lo que había llamado su atención, cuando otra ráfaga de viento frío me heló el rostro y erizó cada vello de mi piel. En una reacción pudorosa de auto proyección, cubrí mi pecho con la carpeta, por si acaso el frío hacía estragos bajo mi sujetador. Y entonces la chica dejó de mirarme, girándose hacia el recién llegado autobús y entrando en él sin vacilar. Por un momento dudé, me quedé pensativa… ¿Por qué había dejado de mirarme de repente? ¿No parecía como… desilusionada? ¿Acaso estaba observando mi pecho antes de que yo me cubriese? Decidí no darle mayor importancia, y subí yo también al autobús. La chica morena estaba de pie a la entrada, mirando por la ventanilla aparentemente ajena al resto del mundo.
Como tan solo quedaban dos asientos juntos libres casi al final, caminé hacia allí y me dejé caer en el que rozaba con el cristal de la ventana. Me gusta sentarme en ese lado, para poder observar el bullicio de las calles cuando despierta cada mañana. Saqué mis cascos para distraerme un poco hasta que llegase a la facultad, puesto que el trayecto iba a ser largo. Puse música y sin darme cuenta dirigí mi mirada hacia la parte anterior del autobús, donde estaba la morena de los ojazos. No sé por qué lo hice, (bueno, ahora sí que lo sé) pero esa chica atraía mi atención como un imán.

Nunca antes había sentido ni una pizca de curiosidad por una mujer, al menos de ese tipo de curiosidad sexual, pero tengo que reconocer que la chica del autobús me atraía igual que me atraen cierto tipo de hombres. Me provocaba ese cosquilleo en el estómago que te asusta y te encanta a la vez. Ella continuaba allí, de pie, apoyada sobre la barra de metal para no caerse.
Y lo que me hirvió la sangre y provocó que mi corazón empezase a latir con fuerza fue que ella seguía mirándome; sus ojos permanecían clavados en mí y su deliciosa boca mostraba cierto ápice de sonrisa provocadora que me puso muy nerviosa. Para mi sorpresa, y cuando ya estaba tan ruborizada que debía resultar gracioso, la morena empezó a caminar hacia mi asiento lentamente, para compensar los movimientos bruscos del autobús. Observé que demostraba una elegancia en sus movimientos fascinante; mantenía el equilibrio de una forma asombrosa a pesar de su altura. Conforme se acercaba, mi corazón latía más y más rápido, y yo opté por mirar a través de la ventana para tratar de disimular mi turbación. Cuando ya estaba frente a mí y yo creí que iba a decirme algo, simplemente se echó hacia atrás su flequillo moreno y se acomodó en el asiento contiguo al mío. Una ráfaga de aire provocada por el movimiento de su melena me inundó con su colonia, fresca y delicada, que me recordaba a alguna fruta jugosa y dulce.
Yo seguí mirando por la ventana y suspiré medio aliviada, medio decepcionada, al pensar que quizá todo fuese producto de mi imaginación y la chica no tuviese ningún interés por mí. ¿Acaso estaba desilusionada? ¿Es que quería que esa chica se interesase por mí de alguna forma? Tratando de no pensar en nada, sin éxito, continué con mi repaso de la calle a través de la ventanilla, intentando centrarme en la música y olvidándome de todo lo demás. Así estuve un par de minutos, hasta que conseguí calmarme un poco y tranquilizar mi mente (sorprendentemente) calenturienta.
Cuando ya estaba enfrascada en pensamientos acerca de la facultad y de los planes para el viernes, el autobús frenó en seco en un semáforo en rojo. La morena dio un respingo quizá algo exagerado a pesar de la inercia natural provocada por el frenazo, y entonces su pierna derecha se desplazó en el asiento hasta quedar completamente pegada a la mía. Su falda estaba plegada y quizá demasiado subida para resultar decorosa, con lo que pude sentir el roce suave de su piel sobre mi pantalón.

En un instante burlón en que perdí el control de mi mente razonable deseé no llevar puestos mis pantalones vaqueros, sino cualquier falda lo suficientemente corta como para notar al máximo aquel ligero y sensual roce de su pierna con la mía. Otra vez se me estaba acelerando el corazón, y tuve que reconocer que la chica me estaba excitando… Pero no hice nada por evitarlo. ¿Para qué? Quizá si me arriesgaba podría comprobar si de verdad me estaba calentando o era simplemente una broma de mi curiosidad. Así que permanecí quieta y en silencio ante aquel inesperado roce. Ya dudaba de que la chica no llevase otras intenciones menos inocentes de las que creí al principio, y miré a mi alrededor para comprobar si alguien más también se había dado cuenta. Pero el autobús estaba tan lleno que frente a nosotras solo se alzaba una montaña de gente que, de espaldas a nuestros asientos, se agarraban a las barandillas de los lados para no caerse. Ninguna persona estaba de frente a nosotras, y además los dos asientos de delante nos tapaban casi hasta la altura del hombro.
Dudé que nadie se hubiese parado a observar un simple movimiento en los dos últimos asientos, donde dos jóvenes estudiantes escuchaban música y miraban distraídas por la ventanilla, así que me relajé y traté de centrarme en mi compañera de asiento. Ella había sacado un libro de su enorme bolso marrón, y lo había colocado abierto sobre sus rodillas. Miré disimuladamente y pude observar que era un libro de texto, subrayado en algunos párrafos con un lápiz violeta. Bien, pensé. Ella también se dirige a la facultad, así que todavía nos quedaba como mínimo media hora de trayecto. Su pierna seguía pegada a la mía, y un calorcillo muy estimulante empezaba a entibiarme la zona en la que se unían nuestros cuerpos. Otra vez el autobús dio un giro demasiado brusco, y su pierna se movió también de una forma mucho más delicada, desplazándose a lo largo de mi muslo lentamente, como si me estuviese acariciando, pensé yo. Reparé en que sus piernas estaban ahora quizá demasiado separadas teniendo en cuenta el tipo de vestimenta que le cubría, pero luego caí en que los asientos delanteros protegían su intimidad lo suficiente como para no llamar la atención.
Alcé la vista y comprobé que la chica hacía como que leía, con una expresión de completa inocencia y concentración que me resultó muy divertida. Me pregunté cuántas veces habría hecho esto ya, seducir a jovencitas en los autobuses, y no me importó en absoluto ser su siguiente víctima.

Yo también le seguí el juego y dirigí mi mirada hacia la calle, moviendo los labios como si cantase en voz baja las canciones que sonaban. Pero la realidad era que tan solo podía pensar en su pierna, ahora ya dedicándome un descarado frotamiento lateral que me estaba volviendo loca. Entre el vaivén del autobús y las caricias de la morena me estaba excitando claramente, tal y como demostraba el calor húmedo de mi entrepierna. Entonces me armé de valor y, aceptando la que se estaba convirtiendo en mi nueva orientación sexual, apoyé mi mano izquierda sobre su pierna, a mitad del muslo. Me deleité con el tacto de su piel suave, aterciopelada, y me sorprendí por el calor que desprendía cada poro de su piel.
Dejé mi mano ahí posada unos instantes, aguardando su reacción. Ella había cerrado los ojos, olvidándose de hacer como que estudiaba, y soltó un gemido casi imperceptible que provocó que el corazón me diese un vuelco. A punto estuve de echarme atrás en una reacción cobarde, cuando ella acercó su cabeza a mi oído y susurró con una voz excitada y suplicante:
– Acaríciame…
Me quedé paralizada un momento, sin saber cómo reaccionar ante aquella sugerente (y deseada) petición. Pensé en lo descabellado el asunto, teniendo en cuenta que estábamos en un autobús lleno de gente, pero al final el deseo de tocarla pudo más que mi razonable decencia y tragué saliva, nerviosa.
Comencé a deslizar mi mano lenta, muy lentamente a lo largo de su deseable pierna. Bajaba desde el muslo a la rodilla, rozándola solo con las yemas de mis dedos, y sentía que me ardía la mano. Su pecho empezó entonces a palpitar muy fuerte, y reparé por vez primera en sus voluptuosas tetas y en como se marcaban sus pezones a través del vestido rojo. Pensé que era la mujer más hermosa que había visto (y tocado) nunca, y el tenerla ahí, a mi lado, con las piernas abiertas y los ojos cerrados, implorando mis caricias, me hizo perder los papeles. Deslicé mi mano entonces hacia arriba, hacia el borde de su vestido, y aprovechando que el libro disimulaba mis movimientos, metí la mano bajo sus páginas para continuar mi ascenso.
Quería, necesitaba más. Le acaricié la pierna hasta llegar a su ingle, y me detuve en ese delicado lugar donde la piel es más suave, el vello empieza a crecer y la ropa interior lame la piel. La suya era un tanga de algodón muy fino, que apenas cubría nada. Me entró un pudor con retraso que me hizo detener mi mano ahí, sobre su pubis, sintiendo la humedad que emanaba su cuerpo bajo mis dedos. Pero ella no estaba dispuesta a parar, y elevó su pelvis hasta posar mi mano sobre su clítoris palpitante. Fue una sensación deliciosa que estremeció cada rincón de mi cuerpo… Y la morena seguía gimiendo en voz baja, con su cabeza cerca de mi oído, para que solo yo lo escuchase. Presioné el pequeño bultito con dos dedos y un poco más de fuerza, sin otro fin que provocarle a la morena otro suspiro desesperado de los que tanto me gustaban. Era inquietante el observar su rostro visiblemente excitado y pensar que todos los demás también podrían verlo, pero esa situación me provocaba mucho más morbo que vergüenza.
Bajé mis dedos allá hasta donde la longitud de mi brazo y la postura me permitían, hasta palpar una zona de su tanga empapado y caliente. Lo aparté como pude y deslicé mis dedos hasta la entrada de la vagina, donde los detuve un instante. Con la palma de mi mano rozaba su clítoris, lo que provocaba que ella moviese las caderas hacia los lados para sentir más placer, y con mis dedos comencé un ligero movimiento circular todavía fuera de su vagina que hizo sus gemidos bastante más audibles. Le pedí con la mirada que tratase de contener la voz, y ella tan solo articuló:
– ¡Méteme ya los dedos, por favor, estoy a punto de correrme!
Yo estaba muerta de gusto para entonces. Ya tendría seguramente mis vaqueros empapados por culpa de mi excitación, y jugué imaginándome que ella me quitaba los pantalones para comprobarlo. Deseaba tener a esa mujer desnuda frente a mí, abrazarla, acercar mi cuerpo al suyo hasta que nuestros sexos se juntasen.

Notar esa humedad que ahora mojaba mis dedos contra mi sexo y tener sus pezones clavándose en mi pecho, acariciando los míos. Arañar su espalda, recorrer cada centímetro de su cuerpo con mi lengua, bañarla con mi aliento ardiente… Me encantaría comprobar a qué sabía su sexo, lamerlo desesperada para hacerla gritar de placer, y no parar hasta que la boca se me empapase y sintiese en mi lengua las palpitaciones de su orgasmo. Sumida en tales pensamientos introduje un dedo en su vagina, lentamente. Ella mordió el labio inferior para no gemir, y resopló fuertemente sobre mi hombro. Juntó las piernas un poco más, para sentir de lleno mi dedo dentro de ella, y entonces introduje el otro dedo para empezar a masturbarla rítmicamente.
Todavía me cuesta recordar aquellos momentos sin que me tiemble la voz. Sus ojos brillaban y mostraban unas pupilas claramente dilatadas, su boca entreabierta dejando escapar suspiros de placer incontenible, gotas de sudor rodando por su cuello…
La chica ya no respondía ante mis ruegos de silencio, y gemía sin contemplaciones ante cada penetración de mis dedos en su sexo. Yo notaba como su clítoris se hinchaba cada vez más, y las palpitaciones en su vagina me anunciaban que estaba a punto de correrse, así que aceleré aún más el ritmo de mi mano y rocé su clítoris con más fuerza. Entonces se estremeció, elevó su pelvis sobre el asiento, cerró los ojos y apoyó su boca contra mi hombro para no gritar. Sentí su orgasmo en mi mano y noté como me mordía el hombro, extasiada. Al cabo de unos minutos saqué mi mano de su entrepierna y ella se recompuso rápidamente. Estiró su vestido, se amasó los cabellos y guardó su libro en la bolsa. Yo continuaba jadeando, puesto que mi deseo no había sido satisfecho plenamente, y me incorporé en el asiento para tomar aire y estirar mis tensos músculos. Entonces la chica morena se giró hacia mí, sonrió de una forma muy seductora y dijo:
– Me llamo Mónica. No tenemos por qué repetir esto si no te apetece, pero quiero que sepas que me ha encantado y que, si quieres, otro día podría devolverte el favor…
Me tenía tan encandilada que tan solo pude asentir con la cabeza, y cuando mi boca logró reaccionar le contesté:
– Yo soy Lidia, y me encantaría volver a verte.
El autobús estaba ya llegando a la facultad y los demás ya estaban incorporándose en sus asientos. Mónica sacó entonces un pedacito de papel, escribió su número de teléfono con un bolígrafo azul y me lo entregó guiñándome con complicidad.
Se levantó, se puso el bolso y guardó sus últimos segundos a mi lado para agacharse y besarme en los labios dulcemente. Después me dijo adiós con la mano y la vi alejarse balanceando sus caderas y ondeando su pelo oscuro y azabache.
Fue mi primer día en la universidad, y la primera cita de las muchas otras que tendría con Mónica durante meses en los tiempos libres cuando, escondidas y traviesas, hacíamos el amor en los lavabos de la facultad.
Besitos

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