Relato erótico
Amistad o amor
Estaba esperando a su novia y, como siempre, llegaba tarde. Le llamo y le dijo que no podía ir a la cena. Se tomó la copa y cuando salía del restaurante se encontró con una amiga de la universidad y su pareja.
Jaime – Murcia
Por enésima vez miré el reloj. Bárbara no había sido nunca la puntualidad personificada, pero aquella vez estaba tardando más de la cuenta. Llamé al camarero y pedí la segunda copa, decidí que si no había llegado para cuando me la terminara, me iría a mi casa a pasar otra noche de viernes viendo la televisión, lo cual no era nuevo para mí.
En los últimos dos meses tan solo había condescendido en salir conmigo cuatro veces y de ellas, solo en una ocasión consintió en terminar la velada en mi cama. Recordé con nostalgia la primera vez, cuando ella se me entregó sin reservas y sin apenas esfuerzo alguno por mi parte. Y los fines de semana siguientes, con Bárbara desnuda entre mis brazos, cuando lo probábamos todo y un solo roce de nuestra piel producía en ambos un ansia incontenible de sexo. Mis pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de mi móvil, era Bárbara y me imaginé cual era el motivo de su llamada.
– Lo siento, Jaime, pero ha surgido un inconveniente y me es imposible salir hoy contigo.
– Creo que tenemos que mantener una larga conversación sobre esto, cuando estés dispuesta a hablar, a salir conmigo o a lo que quieras, no tienes más que llamarme. Pero a partir de este momento no te garantizo para nada que yo esté entonces disponible. Adiós.
Y corté la comunicación. Por si me faltaba algo, vi dirigirse hacia mí a Sara acompañada de un hombre absolutamente desconocido. No es que no me alegrara de verla, pero mi sombrío humor en aquellos momentos no era el más adecuado.
Sara y yo habíamos estudiado juntos y nos había unido siempre una gran amistad, que no había pasado a nada más. Cuando nos conocimos tenía novio. Habíamos salido juntos en bastantes ocasiones a algún estreno de cine o teatro, o a un concierto, porque la música era nuestra pasión compartida. Hacía varios meses, desde que conocí a Bárbara, que no la veía. Me saludó alegremente como siempre.
– ¿Conoces a Ramón? Te presento…
Después de plantarme dos sonoros besos en las mejillas, le hizo señas a su acompañante para que se acercara. Estreché formalmente la mano del hombre, no me pareció adecuado hablar de mis problemas ante un desconocido, así es que respondí:
– Bárbara no ha podido salir hoy conmigo, así es que estaba tomándome un par de copas para “matar el rato”.
Me despedí y salí. Había tomado ya una determinación, no iba a llamarla para no darle pie a que me viniera con más excusas, pero si ella tomaba la iniciativa le iba a plantear separarnos si no cambiaba su actitud. No nos debíamos nada más que unas horas de placer, pero nuestra relación no podía continuar así ni por un momento. No estaba dispuesto a consentirle que se convirtiera para mí en un problema en lugar de ser un motivo de satisfacción.
Sonó el teléfono, lo descolgué pensando en que no podía ser más que Bárbara la que llamaba pero me equivoqué:
– Soy Sara, me has dejado muy preocupada, hacías muy mala cara, ¿estás bien? ¿Quieres que quedemos para hablar?
– Me encantaría volver a verte y charlar contigo. Podemos quedar mañana.
Y así quedamos. Una hora después de decidir apagar la lámpara de mi dormitorio seguía insomne dando vueltas en la cama. Una vez tomada la decisión había desaparecido todo sentimiento que alguna vez hubiera podido albergar por Bárbara, solo me quedaba la rabia por haberle permitido que jugara así conmigo. Me levanté para coger el libro de la mesita y concentrarme en la lectura, recurso que no me falla cuando no puedo dormir y normalmente me despierto a la mañana siguiente con la luz encendida y el libro tirado. Oí el timbre de la verja exterior de mi casa. Extrañado me acerqué a la pantalla del vídeo portero, era Sara. Abrí la puerta.
– ¿Estás loca? ¿Cómo se te ocurre venir hasta aquí a estas horas? ¿Es que no has podido esperar hasta mañana?
Me interrumpí y no pude por menos de soltar una carcajada al darme cuenta de que estaba haciendo una pregunta tras otra, como ella tenía por costumbre. Ella dejó oír su risa cristalina, acompañando a la mía, luego, con cara de picardía, respondió, parodiando mi broma:
– Te respondo por orden. Estoy perfectamente cuerda. Ha sido solo media hora de viaje ya que ahora no hay tráfico en la autopista, y no, no podía esperar, después de llamarte me quedé aún más preocupada…
La hice pasar y cerré la puerta tras ella. Ella se abrazó a mi cuello y me besó ruidosamente como solía. Nos fuimos a la cocina a preparar unos cafés y entonces advertí que yo solo iba con pantalón corto de pijama.
– Casi mejor prepara tú el café, si no te importa, mientras yo me pongo algo más adecuado…
– Por mí no lo hagas -respondió- No me voy a escandalizar.
Así que no subí a cambiarme de ropa. Unos minutos más tarde, sentados en los dos extremos de un sofá, me quedé mirándola con un sentimiento de nostalgia. Se había desprendido de las sandalias y tenía las piernas sobre el asiento, encogidas al lado de su cuerpo, en una postura que yo recordaba muy bien de los tiempos en que solía venir a estudiar conmigo en casa de mis padres. Y, por primera vez, me sorprendí viéndola como mujer. Es francamente guapa, con unos chispeantes ojos castaños y una boca de labios llenos. Tiene un cuerpo muy bien formado, pequeños pechos, sensuales caderas y preciosas piernas que ahora podía contemplar hasta la mitad de sus bonitos muslos, dada su postura. Ella me miraba fijamente con una extraña expresión y sus palabras me indicaron que también rememoraba nuestros tiempos de estudiantes.
– Cuéntame tu problema con Bárbara, si quieres.
– Es que no sé cuál es el problema, simplemente desde hace algún tiempo, ella rehúye salir conmigo y en las raras ocasiones en que estamos juntos, puedo advertir que algo ha cambiado, pero se niega a darme ninguna explicación.
– ¿Estás muy enamorado? -preguntó ella.
– Hace unas semanas, no habría dudado la respuesta. Hoy no estoy seguro. Lo que sé es que no voy a consentir ni un momento más esta situación. Prefiero romper con ella, a estar todo el tiempo de mala uva, porque el enfado de sus desplantes y de nuestras continuas discusiones me dura cada vez todo el día y tengo claro que nuestra relación no puede continuar.
Sonreí y le hice un gesto de complicidad. No quería seguir hablando de Bárbara ni un momento más.
– Como ves -concluí-. Has venido hasta aquí para muy poco…
Me miró otra vez, con los ojos muy brillantes. Nos estábamos poniendo excesivamente sentimentales y a mí se me había hecho un nudo en la garganta con el recuerdo, así es que traté de despejar el ambiente con una broma:
– Bueno, si te vas a sentir mejor puedes abrazarme y lloraré sobre tu pecho.
Ella se lo tomó en serio, se arrimó a mí y pasó los brazos en torno a mi cuello, pero yo no tenía ningún deseo de llorar. La miré fijamente a los ojos y ví en ellos pena, pero también otra cosa. Nuestros rostros estaban muy cerca y pude sentir sobre mis labios el soplo de su dulce aliento que dejaba escapar su boca entreabierta y sin darme cuenta cabal de lo que hacía, la besé largamente mientras mis manos en su espalda la estrechaban aún más contra mi cuerpo. Finalmente volví en mí y me di cuenta de que aquello podía acabar irremediablemente con nuestra amistad y de que ella podía tomarlo a mal, como un intento mío de sustituir a Bárbara por la mujer que tenía más a mano. Me separé de ella:
– Perdona, Sara, lo siento mucho. No sé que es lo que me ha pasado.
Su cara me indicó a las claras que el error acababa de cometerlo con aquellas palabras.
– No ha pasado nada -dijo con tono un tanto seco-. ¿O acaso es la primera vez que me besas en los labios?
No, no era la primera vez, pero aquellos habían sido besos inocentes, como el día en que vimos nuestras notas de los exámenes finales en el tablón de anuncios. Y esto había sido otra cosa.
– Perdona otra vez. Voy a ser muy sincero, como siempre lo he sido contigo. No quiero por nada perder tu amistad, no me gustaría que entendieras mal lo que solo ha sido producto del cariño que siempre te he tenido, ni que imaginaras por un momento…
Me callé repentinamente, había verdadero dolor ahora en sus ojos y yo empezaba a hacerme una idea cabal del porqué. Así es que simplemente volví a besarla y Sara pasó otra vez sus brazos en torno a mi cuello y respondió al beso. Me tendí de espaldas en el sofá con Sara recostada sobre mi cuerpo, sin que nuestros labios se separaran en ningún momento y tuve conciencia de la dureza de sus senos contra mi pecho, de su vientre contra el mío y de sus muslos en torno a una de mis piernas.
Sentí un deseo casi doloroso de ella, como nunca antes otra mujer me había producido, pero no era solo un deseo físico, sino algo más que no supe reconocer. Estuvimos así enlazados mucho tiempo, yo tenía enredados mis dedos en su pelo y acariciaba su nuca como si fuera ella la que en aquella ocasión necesitaba consuelo. Con sorpresa advertí que había desaparecido todo el dolor y la ira y que solo sentía un inmenso afecto, y era Sara la que me inspiraba ese sentimiento. Sin darme cuenta, expresé mis pensamientos en voz alta:
– ¿Cómo puedo haber estado tan ciego? ¿Cómo es posible que durante tanto tiempo haya buscado sin encontrar, lo que ya tenía al alcance de mi mano? ¿Cómo habré desperdiciado así todos estos años?
Ella me hizo callar poniendo uno de sus dedos en mi boca. Muy despacio se puso en pie y en su cara había una hermosa sonrisa. Se quitó lentamente su vestido veraniego de una sola pieza, después la braguita blanca que llevaba debajo y volvió a tenderse sobre mí, con los ojos cerrados. Mis manos recorrieron su espalda y me admiré de la suavidad de su piel, ligeramente tostada por el sol. Nos besamos largamente, mi lengua se introdujo en su boca perfumada buscando la miel de la suya, que me entregó sin reservas. Después la obligué dulcemente a tenderse boca arriba mientras yo me despojaba en pie del pantalón corto. Mi pene estaba hinchado, al máximo de la erección. Acaricié los botones rosados de sus pezones enhiestos y admiré las sombras de su vientre y el corto vello de su pubis. Sus piernas entreabiertas me recibieron y mi falo, como dotado de vida propia, encontró fácilmente el camino expedito a su feminidad.
Y, a pesar de los casi nulos preliminares, no nos habíamos unido con la pasión de una lujuria desbordante, sino de otra forma, mucho más suave y placentera, como si nuestros cuerpos (que nunca se habían conocido hasta entonces) se encontraran de nuevo, después de una larga separación. Y pude advertir un sentimiento nuevo para mí que no se basaba en lo puramente físico, sino que estaba hecho de una ternura infinita. Por primera vez supe cual era el significado verdadero de la palabra “entrega” sin condiciones, sin reservas, solo con el hambre inmenso de dar sin pedir nada a cambio.
Para mi deseo, fue muy poco después (aunque mi mente decía que aquella maravillosa unión duró varios minutos) cuando sentí el placer tranquilo de mi clímax dentro de aquel precioso cuerpo de mujer y ella se estremeció entre mis brazos, conociendo también los estertores del primer orgasmo que me regalaba. Porque yo sentía su goce como el más preciado presente que podía hacerme mi mejor amiga… no, mi amor.
Mucho más tarde estábamos estrechamente abrazados en mi cama y algo llevaba unos minutos rondando mi cabeza, no quise dejar que mi mente se entretuviera en los “¿por qué…?” o los “¿y si…?”.
Las mejores iniciativas de mi vida las había tomado así, tras una repentina decisión, para la que solo bastaba el íntimo convencimiento de desearlo intensamente.
– Sara, cariño, ¿estás despierta?
– Mmmm -se desperezó, soñolienta, como una gata.
– Estaba pensando… -continué-. ¿Tú crees que podremos seguir siendo amigos, después de que estemos casados?
No contestó, su pierna pasó sobre mis caderas mientras sus manos tomaban mi polla, que creció inmediatamente entre ellas y ella misma se lo introdujo profundamente, con un inmenso suspiro. La miré a los ojos. No, no necesitaba que me respondiera…
Saludos para todos.