Relato erótico

A veces hay “cambios”

Charo
8 de mayo del 2018

Unos buenos amigos suyos iban a pasar las vacaciones en su casa, como otras veces. Siempre le había parecido atractiva la mujer de su amigo, lo que nunca imaginó es lo que ocurrió durante aquellos días.

Paco – Valencia
Querida Charo, mi nombre es Paco, tengo 40 años y mi pareja, Silvia, 25. Llevamos casados casi dos años y vivimos en un pueblo de la costa valenciana, a unos cuantos kilómetros de la capital y Miguel y Eva son dos buenos amigos nuestros, si no los mejores al menos con quienes más tiempo y más a gusto estamos.
Ellos viven en la ciudad y este verano decidimos invitarles a pasar unos días en nuestra casa. Dos semanas que se convirtieron en las más increíbles de nuestras vidas, si no las han cambiado de una manera que nunca podíamos haber imaginado. Os cuento como empezó todo. Miguel y Eva llegaron un viernes a mediodía, pues ambos habían empezado sus vacaciones el día anterior. Tras instalarse en la habitación que les habíamos preparado, comimos y después de un rato de charla nos fuimos los cuatro a la playa.
No es que nunca antes me hubiese fijado en Eva pero desde que aquella tarde la vi en bikini no le podía quitar ojo de encima. Os la describo. Eva es alta, rubia, ligeramente pelirroja quizá, y delgada, con unas piernas inacabables y unos ojos verdes preciosos. Su único “punto débil” para muchos son sus pechos, pequeños y puntiagudos. Pero ese punto débil es precisamente mi debilidad, así que para mí Eva es simplemente perfecta. Con Miguel no me extenderé tanto pero sí os diré que es el típico rubio por el que todas las mujeres de un campus universitario suspirarían.
Cuando estudiábamos la carrera, si querías mojar algo alguna noche mejor que no te acompañara él o no te comías nada. O te tocaba la amiga fea, a elegir. En fin, para acabar con las presentaciones, yo soy moreno, 1,80 y hasta hace no mucho incluso algo cachas aunque algo más dejado estos últimos años. Silvia mide 1,65, rubia y con un cuerpazo de impresión, no tan delgada ni alta como Eva pero con un culo y unas tetas de una proporción perfecta. Pues como decía, durante aquellos días no le podía quitar la vista de encima a Eva. Puro canibalismo visual hasta llegar a la obsesión. En la playa, en casa, cuando íbamos a un bar o a cualquier otra parte constantemente la desnudaba con la mirada. Me quedaba absorto mirando cualquier detalle de su cuerpo y cada día descubría uno nuevo que me apasionaba aún más. Fue a los cuatro o cinco días de su llegada cuando todo se desmadró.
La madre de Silvia la llamó para que al día siguiente fuera a acompañarla a una feria de antigüedades. Ninguno de nosotros tres estábamos muy interesados en perder un día entero en aquello así que decidimos quedarnos. Silvia se fue a las 8 de la mañana. Miguel y yo nos levantamos a las diez y fuimos a hacer unas compras para la comida mientras Eva aún dormía un poco más.
– Se te van a salir los ojos como la sigas mirando así – me dijo Miguel, cuando volvíamos en el coche.
Traté de fingir que no entendí a qué se refería pero sospecho que no lo conseguí ni de lejos.
– Te gustaría tirártela, ¿verdad? – me soltó a continuación.
No tenía ni puta idea de qué decir. ¡Pues claro que me gustaría! ¡Nos han jodido, que sí me gustaría! Pero una cosa es pensarlo, incluso desearlo con avidez, y otra muy distinta es que tu mejor amigo te pregunte que si te gustaría tirarte a su mujer. Ni le iba a decir que sí, ni le iba a decir que no.

De hecho, no le dije absolutamente nada. Estaba acojonado pensando que lo más probable es que estuviera bastante cabreado por cómo miraba a su mujer. Estábamos llegando a casa cuando él me dijo:
– Para el coche ahí – señalando el arcén.
Paré el coche. Desde donde estábamos en el arcén veíamos a Eva tomando el sol en el jardín. El se quedó mirándola un momento y luego se volvió hacia mí. Me di cuenta de que tenía una sonrisa de oreja a oreja. Quizá entonces me relajé un poco aunque la sorpresa no había hecho más que empezar.
– Mira – me dijo – te voy a ser muy sincero y espero que no te enfades. El verano pasado Eva y yo conocimos a una chica con la que acabamos en la cama una noche. Habíamos pillado un pedo del cuatro en una fiesta. Aquella primera vez yo solo miré como se lo montaban ellas dos pero luego repetimos un par de veces, más serenos, y participando todos – se detuvo como para que fuera asimilando, miró hacia la casa donde Eva seguía tumbada en el jardín y luego siguió contándome – Pues bien, a aquella chica no la volvimos a ver aunque alguna vez nos hemos escrito. Entre nosotros las cosas siguieron como siempre, incluso a veces pienso que mejor. Ahora, bueno, hace unos meses que queremos repetir y a ambos nos gustaría que fuera con vosotros.
– O sea, que me estás proponiendo… – balbuceé.
– Sí, un intercambio de parejas… o cualquier otra cosa que se nos ocurra. Pero sin malos rollos. Se trata de pasarlo bien sobre todo y espero que todo esto no te siente mal. Si es así, por favor olvídalo todo y discúlpame.
– No, no te preocupes – acerté a decir.
Mi cabeza era un hervidero de contradicciones. La idea me excitaba tanto, pero…
– Mira, no te voy a negar que la idea me vuelve loco pero no creo que sea posible. Vosotros estáis dispuestos y seguros de lo que queréis. Yo, aunque no tan seguro, también, pero Silvia… dudo mucho que ella consienta, sinceramente.
– Perdona de nuevo si te ofendo pero, ¿qué te hace pensar eso?
– Miguel, la conozco bien, créeme.
– ¿Piensas que ella no diría eso mismo de ti? Y te conoce igual de bien. Te aseguro que en el fondo le atrae la idea tanto como te puede atraer a ti.
– Bueno, déjame que lo piense y ya te diré.
Arranqué el coche. No quería hablar más del tema. Al entrar en la casa me puse a colocar todo lo que habíamos comprado y por la ventana vi como Miguel se acercó a la hamaca donde estaba Eva y la besaba. Estuvieron hablando más de 20 minutos. Les oía reírse a carcajadas. Seguro que estaban hablando de nuestra conversación. Al cabo de unos minutos entró Eva. Me sentí violento como pocas veces en mi vida. Sabía que lo sabía, estaba seguro de que Miguel se lo había dicho todo.
Ella se comportaba con total normalidad. Estuvimos hablando sobre el tiempo y chorradas así.

Al poco cogió un refresco y volvió a salir al jardín. Mis ojos la siguieron o, mejor dicho, siguieron su culo hasta la puerta. De pronto se volvió, me sonrió y siguió su camino. Ya no sabía qué era exactamente lo que sentía: excitación, miedo, vergüenza, quizá ridículo.
Sería mediodía cuando subí al dormitorio y me tumbé en la cama donde pasé una media hora dándole vueltas a la cabeza hasta que resolví intentar olvidarlo. Pero no por falta de ganas, desde luego. Pero Silvia…
– ¡Paco! – oí que me llamaba Miguel. – ¡Paco! Ven, que la comida está lista.
Bajé al salón extrañado. Era la una y normalmente comíamos pasadas las tres, incluso los días que no íbamos a la playa por la mañana. Me quedé literalmente de piedra cuando vi a Eva allí de pie, tan solo con unas braguitas puestas, los ojos vendados con un pañuelo y las muñecas atadas juntas con una cuerda sujeta a la viga de madera que atravesaba el techo del salón, obligándola a mantener los brazos en alto, tensos. Miguel estaba sentado en una butaca frente a ella, a un par de metros. Me miraba divertido, supongo que por la expresión de mi cara. Me quedé parado al pie de la escalera, sin saber qué hacer, esperando quizá que Miguel dijera algo. Nada, solo aquella mirada fija, sonriendo.
Hay trenes que pasan sólo una vez en la vida así que al cabo de unos segundos comencé a acercarme despacio hacia Eva. Las dudas que pudiera tener desaparecieron conforme me hallaba más cerca. Me detuve a su lado, su respiración era pausada pero su cara delataba cierto nerviosismo y mucha excitación. Di la vuelta a su alrededor, examinándola detenidamente. Estaba preciosa. Sus pequeños pechos lo parecían aún más al tener los brazos levantados por la cuerda. Los pezones puntiagudos eran toda una invitación. Su piel bronceada se adivinaba incluso a través de la ajustada y delgada braguita, así como un diminuto triángulo de vello perfectamente recortado en su pubis. Reparé entonces en lo notoria que era mi erección bajo el bañador que llevaba puesto.
Me acerqué aún más a ella quedando a pocos centímetros. Me excitaba que no me viera pero que me sintiera allí, teniéndola a mi merced. Su respiración se agitó un poco entonces y movía la cabeza ligeramente intentando adivinar mi posición, solo orientada por el ruido de mi respiración. Me quité la camiseta que llevaba puesta y también el bañador, quedando desnudo a su lado, decidiendo por donde empezaría con aquel bocado que su marido había puesto a mi disposición. Alcé mi mano derecha hasta la altura de sus muñecas, tocándolas muy suavemente con la yema de los dedos. Ella respiró hondo. Inicié una suave caricia por todo el brazo derecho hasta llegar al hombro. Cuando hice un movimiento similar por su costado sentí que se estremecía y ahogaba un pequeño gemido. Colocado detrás de ella adelanté ambas manos desde sus caderas hacia su vientre, subiendo por el ombligo hacia los pechos, acariciándolos muy suavemente e inicié un suave contorneo de su cuerpo como queriendo aumentar la intensidad de mi caricia, como buscando un mayor contacto.

Nada más fácil de complacer en aquel momento y nada que más pudiera desear. Junté mi cuerpo con el suyo, dejando que mi polla se acomodara entre sus cálidas nalgas. Mis manos, aún en sus pechos, la apretaron contra mí. Era tan suave su piel, tan caliente y su olor embriagaba como un licor suave pero intenso. Eva tenía casi mi misma altura y nuestros cuerpos contactaban enteros entre sí. Era una sensación tan extraña como placentera, acostumbrado tantos años a Silvia. Miré a Miguel. Seguía sentado en el sofá frente a nosotros. Su mirada denotaba una gran excitación mirando la escena.
El muy cabrón. Le mantuve la mirada mientras acompasaba mi movimiento al de Eva que buscaba mi verga con su culo, rozándose cada vez más fuerte. Su deseo hubiera sido agacharse un poco pero la cuerda del techo se lo impedía, lo que hacía sus movimientos más forzados y su respiración se agitaba cada vez más. Le bajé las bragas mordisqueando sus nalgas y sus muslos y agachado frente a ella metí mi cabeza entre sus piernas. El olor era embriagador, intenso, delicioso. Le lamí los labios con suavidad, saboreando sus jugos, ya abundantes por entonces.
– ¡Métemela! – dijo jadeante – ¡Métemela ya!
Le desaté las muñecas, lo que sus brazos agradecieron al momento. La llevé hasta la mesa y la hice tumbarse sobre ella. Se chupaba un dedo y se acariciaba el vientre. Abrió las piernas invitándome a entrar. Dirigí mi polla a su coño húmedo, acariciándolo en círculos con el glande antes de metérsela de un golpe hasta el fondo. Entró como si estuviera hecho a medida, su excitación era tan grande como la mía.
– ¡Fóllame! ¡Fóllame! – decía, casi gritando.
Tras cada embestida mía se la sacaba casi del todo para volver a metérsela otra vez con fuerza. Parecía volverse loca, con sus manos se recorría el vientre y los pechos, a veces apretándose con fuerza. Se lamía los dedos. Gemía. Gritaba.
– ¡Fóllame… así, así…!.
Aceleré mis movimientos para acompasarlos a la velocidad con la se movía sobre la mesa. Nunca había visto a una mujer correrse tan pronto. Yo estaba que iba a explotar y sin embargo de pronto fue ella la que se corrió.
– ¡Me corro… me corro… aaaaah… así, así…. cabrón, no pares… más… más fuerte!

Su boca era un torrente de palabras, de gritos hasta que se irguió sobre la mesa aferrándome por los hombros, clavando sus dedos en mi espalda y deshaciéndose en un prolongado grito que se fue apagando lentamente… pero lo que sigue ya os lo contaré en una próxima carta
Hasta entonces, muchos besos.

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