Relato erótico

A pesar del tiempo, fue genial

Charo
24 de agosto del 2019

Ha querido enviar un relato de algo que le sucedió hace muchos años. El tiempo ha pasado y según nos cuenta fue una experiencia inolvidable.

Jorge – La Coruña
Esta es una historia, amiga Charo, que te envío por si consideras de interés su publicación para solaz de los lectores de tu revista. Te diré que me llamo Jorge, tengo 49 años, soy alto y fuerte, de ojos verdes y atractivo, según dicen mis amigas. Lo que te voy a contar sucedió hace aproximadamente diez años. Trabajo en La Coruña en una empresa de nivel nacional y entre mis responsabilidades están la de mantener debidamente equipados y funcionando los puestos de trabajo de los distintos centros de la empresa repartidos por el territorio, así que, cuando llegué a esta preciosa ciudad contacté con amistades anteriores que ya conocía de mis tiempos de estudiante para ponerme al día, tener referencia de empresas con las que empezar a trabajar, ambiente, playas recomendables, etc.
En una ocasión que necesitaba adquirir determinado equipamiento, me dirigí a varias empresas del sector para pedir ofertas, y, en una de ellas me encuentro con una amable señora, a la que llamaremos Lucia, que además de proporcionarme unas condiciones de servicio inmejorables que todavía hoy mantengo, me proporcionó un trato, que cuando menos podría calificar de cariñoso. Era de estatura normal, pelo corto rojizo, clara de tez, fantásticas pantorrillas, culazo bien diseñado, cintura estrecha y aparentemente con tetas normales, con una edad en torno a los 52 años. En aquel momento yo tenía los 39.
Desde que tuvimos el primer contacto comercial, no cesaba de llamarme para hablarme de ofertas, plazos, formas de pago, nuevos catálogos y las más variopintas disculpas para atraerme a su lugar de trabajo. Una vez allí siempre me invitaba a un café en un pequeño mostrador que tenían en otra planta y luego me llevaba a su mesa, donde siempre adoptaba la postura adecuada para que yo pudiera ver sus tetas a través del generoso escote de su blusa o vestido, que en más de una ocasión observé como lo desabrochaba disimuladamente cuando caminaba delante de mi de vuelta del café. Tengo que decir que el paseo que nos dábamos hasta el lugar de la máquina del café, situada en otra planta, siempre era conmigo caminando detrás de ella por los pasillos y escaleras, contemplando a gusto sus piernas calzadas con tacón de aguja y su culazo dibujado por una falda casi siempre ceñida. Yo no perdía la ocasión de piropearla sobre lo bien que le quedaba el vestido, lo bonito de las medias, etc, agradeciendo ella siempre los comentarios.
Por fin un día, en una de mis visitas, me dijo si la llevaba al centro pues era hora del cierre, lo que naturalmente acepté encantado. Era verano y el tiempo bueno, así que su ropa era apropiada al clima, vaporosa y floja. Nada más sentarse en el asiento del acompañante, observé de reojo que, mientras hacía las maniobras para salir del parking, se miraba el escote y además de desabrochar un botón colocaba el tejido de forma que dejase ver una de sus tetas hasta parte del sujetador y con aire desenfadado, cruzó las piernas y dejó visible parte de su muslo.
Hablamos de cosas sin importancia, yo le dije que me gustaba la ropa que llevaba, y que si se bronceaba un poco estaría irresistible. Luego me ofrecí para tomar un café y así lo hicimos. Al cabo de un rato de conversación amena la llevé a su casa, dándonos un beso de despedida, en el que ella buscó deliberadamente la proximidad de mi boca sin llegar a ella.
Un jueves por la tarde, con un tiempo espléndido, la llamé y quedamos en que la recogería a la hora de salir para tomar algo. Cuando subió al coche le dije:

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– ¿Que te parece si nos vamos a una playa de las afueras para estar más frescos?
– Tú conduces y yo estoy a tu disposición, no tengo prisa por volver a casa – contestó.
Seleccioné una playa que conocía y que, además, tenía un buen restaurante y una zona tranquila para tomar una copa.
– Está poniéndose el sol, un poco más arriba hay una vista fantástica con todo el mar de fondo – dije.
– Me parece una idea buenísima, hace mil años que no me relajo viendo una puesta de sol tranquilamente – confesó.
– Te gustará hacerlo en mi compañía, ya verás -me aventuré a decir-
– No lo dudo – respondió.
Comenzamos a charlar hasta que volví sobre el tema del color claro de su piel, a lo que ella me dijo que no podía tomar el sol. Era pelirroja y solía quemarse con mucha facilidad. El color de su cabello la delataba, pero pensé que sería cosa de peluquería, ya que cambiaba de tono con frecuencia, aunque siempre tonos rojizos.
– Nunca he visto a una pelirroja desnuda y me pregunto si todo el pelo es pelirrojo – le dije entre risas.
– ¡Pues claro! ¿No pensarás que somos multicolores? – me respondió jocosamente.
– ¡Eso tengo que verlo yo algún día! – contesté.
Al tiempo, entre los movimientos suyos y los del coche, su vestido abrochado por delante, se había abierto dejando el interior de los muslos al descubierto y un escote generoso. Nos quedamos un rato callados hasta que aproximé una de mis manos a su pierna y le dije que me gustaba su tacto. Ella mostraba cara de satisfacción, así que continué con la aproximación extendiendo suaves, muy suaves caricias por sus piernas, en la zona que podía abarcar desde mi posición de conductor.
– Estaríamos más cómodos con los asientos un poco reclinados, con visión más amplia y fumándonos un cigarro mientras contemplamos el espectáculo – dije al fin.
– Sí, además puedo estirar las piernas y así me quitaré los zapatos para relajar los pies – añadió ella.
En la nueva posición y cada uno en su asiento, traté de continuar las caricias, pero mis manos apenas llegaban a tocar parte de su brazo, así que le dije:
– Si te reclinas sobre mí con los pies hacia la puerta, estaremos muy cómodos y próximos.
Se movió para colocarse, quedando su cabeza sobre mi pecho, de forma que yo tenía al alcance su cuerpo desde su cabeza hasta un poco más arriba de sus rodillas, con mi mano libre apoyada “inocentemente” sobre su vientre. Se la veía feliz, estaba relajada y yo a esas alturas empalmado como un burro, tanto que me dolían los huevos y la polla encerrados en el pantalón y con su espalda encima. Terminados los cigarros, ya dispuse de las dos manos y comencé a moverlas, tocando el pelo, acariciando su mejilla, moviendo la otra sobre el vientre al tiempo que hacía que se abriese todo lo posible el escote.

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Cuando tuve una cierta vista de su pecho, le dije:
– Cielo, llevas un escote de lo más insinuante, no deja ver gran cosa pero se adivina lo que hay. ¿Sabes que los pechos son una de las partes del cuerpo de la mujer que más adoro?
– Los míos no te gustarían, la edad no perdona y haber tenido hijos tampoco ayuda.
– Me gustan todos, siempre tienen su atractivo y en determinadas posturas, no importa mucho si son caídos o no ya que no se nota. ¿Me los dejarías acariciar? – supliqué.
Se mostró sorprendida y quedó callada un momento, pero no dijo que no. Ante su actitud, yo acerqué mi mano y la introduje por el escote, siempre con mucha delicadeza y suavidad, acariciando el canalillo, luego la parte que el sujetador dejaba descubierta hasta que me las arreglé para desabrochar otro botón sin que casi se percatara y así poder meter la mano más adentro y abarcar toda la teta que no estaba aprisionada, contra mi cuerpo con la mano. Por fin, me adentré entre el sujetador y el pecho.
– Es una piel finísima, pura delicia acariciarla – le dije.
– ¿Te gusta? – preguntó.
– ¡Claro, no lo diría si no fuese así! – exclamé.
En ese momento noté como todavía se relajaba más, pues su cuerpo, de repente, se volvió blando, abandonado y cerró los ojos. Yo procedí a maniobrar para desabrochar el sujetador cuyo broche era delantero y moví mi cuerpo de forma que el suyo se posicionara más horizontal, casi apoyado por entero sobre mis piernas con un ligero estorbo del volante. Ella me dejaba hacer, pero su respiración era más profunda y espaciada, se diría que iba a dormirse. Cuando retiré las dos copas del sujetador, el espectáculo fue sensacional. Cierto que no tenían tersura, más bien se desparramaban sobre su pecho, pero eran inmensos, blandos y suaves, con una areola rosácea y un pezón pequeño, el más pequeño que yo había visto. Las recogí con las dos manos y se convirtió en una teta de un tamaño fantástico, que nadie diría antes de haberla visto.
– ¡Como me gusta! – exclamé y a continuación me acerqué para mamar aquel pezón.
– ¿Lo dices de verdad, cariño? No hace falta que mientas para adularme, me gusta como me estas tratando, me siento muy a gusto, hace mucho tiempo que no estaba tan cómoda y relajada.
– Pues claro, me callaría si no fuese así, además son muy grandes y no lo parecen cuando estás vestida.
– Es por el tipo de sujetador y la flacidez, llevo una talla 120.
– Pues relájate que disfrutaremos los dos de ellos, yo mamando y tu sintiendo. ¿Me dejas mamarlos?
– Son tuyos, disfrútalos como te apetezca.
Así que desde ese momento, me dediqué a amasarlos, apretarlos, pellizcarlos, mamarlos y succionarlos alternativamente e incluso clavar los dedos hasta hacerle daño, pero no le importaba, su respiración ahora ya eran jadeos, pero su cuerpo era una especie de goma blanda totalmente entregada y relajada.

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Curiosamente, los pezones crecían poco de tamaño pero se ponían duros como piedras. Tras sus últimas palabras, pero evitando brusquedades, después de hartarme de teta, comencé a explorar su vientre, bajando hasta la braga, tocando ligeramente el pelo de su pubis pero sin adentrarme y deliberadamente salté a sus muslos, pues a esta hora, ya anocheciendo, le había desabrochado todos los botones con lo que la parte superior de su cuerpo estaba expuesto con el sujetador suelto bajo sus axilas y la braga por toda vestimenta.
Sus piernas eran bonitas, sin asomo de celulitis, gruesas y bien torneadas, así que me dediqué a acariciarlas notando que cuando lo hacía por la parte interior del muslo, su cuerpo se contraía ligeramente. Hasta este momento no la había besado, solo le había comido las tetas de todas las formas posibles, pero sus ojos se habían cerrado en una muestra más de relajación, así que me bajé sobre su boca y la besé. Abrió los ojos muy sorprendida, casi asustada, me aparté un poco, la miré y la volví a besar aunque tuve que forzar un poco con la lengua hasta que conseguí que abriera la boca y cuando ella introdujo su lengua en la mía fue la leche. Nunca había tenido una lengua con semejante movimiento dentro de mi boca, ni lo he vuelto a tener. Fue en ese punto, con las bocas acopladas, cuando mi mano se metió bajo su braga y llegó a su coño. ¡Estaba chorreando!
– ¡Eres una fuente, tienes el coño como un pantano! –exclamé-
– Y me arde, lo noto que está muy caliente.
– Pues prepárate que vamos a sacarle todo el jugo hasta que quede seco.
Comencé una paja en ese momento, pero a medida que avanzaba, ella se colocaba para conseguir más separación de piernas hasta que le sugerí que uno de los pies lo pusiera sobre el salpicadero. Yo no podía verlo por culpa de la braga, pero con la mano percibí un coño grande y peludo y un auténtico manantial de jugos, y de vez en cuando subía con la mano empapada para acariciar su cara y las tetas, cosa que le gustaba mucho, soltando grandes alaridos cuando consiguió su primer orgasmo al meterle los dedos en una de las ocasiones totalmente empapados en la boca.

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– ¡Me estas matando de gusto! Sigue haciendo lo que quieras conmigo, me gusta mucho… – gritaba – ¡Me viene, me viene otra vez, que gusto me entra, noto que me chorrea el coño y me moja las piernas!
– Pues disfruta hasta reventar cariño, te voy a dejar relajada como a una perra.
Seguí masturbándola hasta que me cansé porque ella no paraba de encadenar los orgasmos uno tras otros, con pequeños espasmos, cada vez más suaves… pero lo que sigue os lo contaré en una próxima carta.
Saludos.

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