Relato erótico
Por una apuesta …
Tiene un bar o como dice él una tasca y cada viernes por la noche echa unas partiditas de cartas con cuatro clientes. Suele ganar, menos aquella fatídica noche. Cuando ya no le quedaba nada, se apostó a que su mujer se acostaría con los cuatro.
Pepe – Córdoba
Este testimonio, es el resultado de una apuesta. Una apuesta idiota pero que tuve que pagar. O mejor, que pagó mi mujer. Ante todo te diré que me llamo Pepe, que tengo 40 años y poseo un bar, aunque mejor sería decir una tasca, en un barrio de Córdoba y que llevo yo mismo ya que el local es pequeño. Mi mujer, Carmela, tiene 31, es una morenaza preciosa, salada y alegre como buena sevillana. Ella viene poco al bar ya que a mí no me gusta como la miran la mayoría de los clientes. Unas miradas de admiración las comprendo pero las de deseo me mosquean. Por las noches, cuando ya he cerrado el bar, todos los viernes solemos jugar, cuatro clientes y yo, a las cartas.
Por lo general acabamos a la madrugada, unas veces ganando y otras perdiendo, ya que nos jugamos fuertes sumas de dinero. La suerte siempre me había sonreído. Volvía a casa con buenas ganancias o si perdía, era muy poco. Pero una noche la suerte cambió por completo para mí. Iba perdiendo mucho dinero, más del que tenía disponible. Cuando la cantidad ya era muy abultada, el que iba ganando más me dijo que me quedaba el local para jugarme. Me lo pensé unos segundos pero le dije que no, que aquello era mi pan. Y de pronto una idea me asaltó. Mi mujer.
A todos ellos les gustaba Carmela, sus miradas me lo habían demostrado.
– Me juego a Carmela por una noche – dije al fin.
Se quedaron mudos de estupor. Me miraron como si me hubiera vuelto loco.
– ¿Quieres decir que si pierdes Carmela es nuestra… que nos la podremos… follar? – me dijo uno de ellos.
– Sí, eso he dicho – insistí.
En el fondo esperaba ganar. La estúpida esperanza del perdedor. También era posible que se negaran al trato.
– A mí me parece bien – dijo Pepe, un hombretón de unos 50 años – Pero, ¿qué dirá ella?
– Ella hará lo que yo quiera – contesté en tono chulesco pero en el fondo más que asustado.
– Creo que todos aceptamos la apuesta – dijo entonces Carlos, un tipejo alto y flaco, de unos 60 años, y mirando a Lucas y a José, los dos entre los 40 y los 45, añadió – Reparte.
Repartí, jugamos y perdí otra vez. Recogieron su dinero y Pepe, antes de que se marcharan, me dijo:
– Recuerda que una deuda de juego es sagrada. Te damos quince días para que decidas si nos das a tu mujer o el dinero.
Toda la monstruosidad de lo que acaba de hacer, me saltó a la cara. ¿Como iba a decir a mi mujer que tenía que acostarse con cuatro tíos? Carmela se había casado virgen. Nunca había ido con nadie que no fuera yo y ahora la trataba como una zorra. Incluso diciéndole que era para salvar a su marido, mi propuesta era una barbaridad. Al final tuve una idea. Una idea idiota como mi apuesta, pero una idea al fin y al cabo.
Alquilaría los servicios de una prostituta. Buscaría una que se pareciera de cuerpo a mi mujer y por mucho que me costara, siempre sería mucho menos que mi deuda. Le haría poner una capucha, diciéndoles a mis amigos que mi mujer tenía mucha vergüenza de lo que iba hacer por mí y por eso se cubría la cara. Sólo faltaba esperar a que se lo creyeran. Cuando por las tardes venían mis amigos a jugar su partida, en la que yo ya no participaba, les decía que estaba preparando a mi mujer para el encuentro diciéndoles también lo de la vergüenza que sentía y que quizá no se atrevería a entregarse con la cara al descubierto.
Ellos se reían pero no decían nada. Luego, cuando cerraba el bar, me iba a dar una vuelta por los lugares de citas esperando encontrar una mujer con el tipo parecido al de la mía. Lo que yo no sabía, ni me había dado cuenta, era que Lucas, uno de esos amigos, me seguía a todas partes. Más tarde sabría el por qué.
Al quinto día la encontré. Mi mujer era más guapa de cara pero de cuerpo eran muy parecidas. Le conté todo, sin omitir nada, para que interpretase su papel lo más convincente posible. Incluso lo de la capucha, que no debería sacarse bajo ningún concepto. Nos pusimos de acuerdo en el precio y la cité para el viernes de marras. El día indicado, yo estaba hecho un saco de nervios. Si todo salía mal y se daban cuenta del engaño, me tocaría pagar una fortuna. Había sido un idiota pero ya no podía dar marcha atrás.
Los amigos llegaron, como siempre, sobre las siete. Ninguno dijo nada pero me miraban con una sonrisa burlona. Pidieron las consumiciones y se pusieron a jugar hasta que llegó la hora de cerrar. A la chica la había citado para una hora después y le había dicho que llamara a la puerta trasera.
A la hora indicada llamaron. Abrí y me encontré a la chica ya con la cara tapada por una capucha en la que únicamente había aberturas para los ojos y para la boca. Cuando cerré la puerta a su espalda, le señalé el bar y hacia allí fue. Los cuatro amigos, al verla, se pusieron de pie pero ella, sin decir nada, comenzó a desabrocharse la gabardina que llevaba y, sacándosela, apareció completamente desnuda. Yo, que me encontraba detrás de ella, y a pesar de haberla visto desnuda cuando la contraté para ver si su cuerpo se parecía al de mi esposa, tuve que reconocer que estaba muy buena. Incluso me lo pareció más que cuando la vi por primera vez. Ella permanecía desnuda de pie, mirando a los cuatro hombres que, algo cortados, no atinaban a moverse. Fue ella la que, acercándose, colocó sus manos en la bragueta de dos de ellos. Aquello fue la señal para que empezara la orgía.
Al poco rato los cuatro amigos estaban desnudos sobando a la chica como locos. Me senté en un taburete alto y me dediqué a disfrutar del espectáculo aunque poniendo cara de circunstancias pues todos tenían que creer que realmente era mi esposa la que estaba allí ofrecida y complaciente, y que a mí me estaba doliendo el alma de contemplarlo.
La chica, arrodillada, estaba mamando la polla de uno de ellos mientras masturbaba otras dos y el cuarto se la pasaba por la espalda hasta que éste, sin poder aguantar, la levantó, la inclinó hacia adelante para que siguiera chupando la verga de su amigo y sin demasiados miramientos, se le enchufó entera en el coño. Ella, de la impresión, se atragantó pero cuando el hombre empezó a follársela, volvió a chupar con las mismas ganas que antes. Yo no sé si ella se corrió pero lo del tío fue espectacular. Lanzó un bramido y todos intuimos que su leche le llenó, por primera vez en la sesión, el coño a la chica. Yo, desde mi punto de observación, lo veía todo pero mi polla estaba tiesa y dura como una barra de hierro. No dudé nada en sacármela para no acabar corriéndome en los pantalones. Al que se la estaba chupando acabó sentado en una silla y cogiéndola por las caderas, la hizo sentarse, de espaldas a él, sobre sus muslos y clavarse su polla que también le entró entera en el chocho lleno de la leche del anterior.
Mientras ella lo cabalgaba, él le sobaba los pechos y otro amigo se la había puesto entre los labios. Al correrse el cuarto, la tendieron sobre una de las mesas y el tercero, levantándole las piernas por los tobillos, se la clavó de golpe empezando a follársela. Me daba la impresión de que mis amigotes llevaban mucho tiempo sin follar ya que todos ellos tenían mucha prisa en hacerlo. Este se corrió y en el acto ocupó el mismo lugar el cuarto. Yo pude darme cuenta de cómo la chica se corría varias veces con todas aquellas clavadas pero pensé que quizá lo estuviera simulando para darles mayor satisfacción a los clientes.
Cuando los cuatro se corrieron pensé que todo había terminado pero al decirlo en voz alta ella, con un signo de la mano, me dijo que no, cogió la polla de uno y comenzó a mamársela. Este tratamiento, que se lo hizo a todos, uno detrás de otro, logró levantarles de nuevo las vergas y así se inició una segunda tanda de folladas hasta que los cuatro quedaron rotos, incapaces de una nueva erección. Tomaron unas copas, me felicitaron por la caliente mujer que tenía como esposa y diciéndome, ahora en voz baja, que la deuda estaba saldada, tras vestirse se marcharon.
Entonces pensé que yo también podría obtener la tranquilidad sexual con aquel cuerpo tan atractivo y aún con mi polla fuera, me acerqué a la chica que, cuando los cuatro amigos, muy satisfechos, se marcharon, quedó sentada en una silla, toda abierta de piernas. Pude ver perfectamente como del coño le salía un hilo de semen y toda la piel le relucía del esperma que le habían echado encima. Entonces, con un movimiento pausado, se sacó la capucha.
Un gemido de asombro salió de mi boca. Era mi mujer. Era Carmela. Me miró y me dijo con voz cansada:
– Si tú te has atrevido a jugarte mi cuerpo sin ni tan siquiera pedirme permiso, ahora aguanta que yo haga con él lo que me dé la gana.
Si me pinchan no me sale sangre. El mundo se me cayó encima de golpe. Entonces me contó como se había enterado de mi apuesta. Yo me cuido de la limpieza del local todas las noches, cuando cierro, pero dos veces a la semana también viene una mujer para hacerlo mejor de lo que yo lo hago.
Uno de esos días es el viernes y aquella noche en la que yo me jugué a mi mujer, aunque pensaba que ella ya se había marchado, estaba cambiándose en el almacén y lo escuchó todo. Le faltó tiempo para llamar a mi esposa y contárselo con detalle. A Carmela le bastó seguirme todas las noches hasta que, después de hacerlo yo, contactó con la chica que había contratado, le pagó para que no asistiera a mi cita y el resto ya lo saben los lectores.
– Como comprenderás ya no puedo soportar que me toques -siguió diciéndome Carmela, preciosa en su desnudez y con los agujeros llenos de semen de otros hombres – Me voy a casa de mis padres y no deseo verte nunca más.
Así acabó esta estúpida aventura. La separación se hizo efectiva al poco tiempo. Yo sigo regentando el bar, los folladores de mi ex mujer ya no vienen por aquí y confieso que mi soledad es total. Pasará mucho tiempo hasta que pueda olvidar este momento de locura que me inventé. Seguramente nunca